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La vida se expresa en esa arca de Noé donde quisiéramos echar libros

El canon de Harold Bloom es una aproximación a la lectura desde los clásicos occidentales.

¿Por qué leemos? La literatura es una expresión de los tiempos y un sistema de ideas que persisten más allá, que trascienden y que siempre nos dicen algo nuevo. El Quijote le hablaba a los coterráneos de Cervantes, pero a la vez supo traspasar las líneas del momento y traernos una metáfora siempre viva. Las obras de Dostoievski tienen ese aliento actual, a pesar de que acontezcan en ambientes oscuros de la Rusia zarista. Y es que la lectura nos lleva más allá de nosotros mismos, nos traslada, nos transforma, nos llega al centro mismo de nuestra ontología. Esa actividad posee el poder de invocar almas, desperezar anhelos, sembrar  sueños. Fuimos siempre ese personaje literario que poseía las cualidades ideales y las fuerzas o los poderes extraordinarios, añoramos aquel paisaje que aparece en una novela, encarnamos ese amor imposible de una obra de teatro repetida hasta el hartazgo por la cultura y que nunca se gasta.

Hace poco tiempo le dije a un amigo que me siento como el agrimensor de la novela El Castillo de Franz Kafka.  Y es que hay periodos en el año en los cuales uno no está bien de ánimos porque lo agobian los dramas cotidianos. El protagonista de dicha obra es un hombre que llega citado por el castillo para ejercer su labor, pero que una vez allí se da cuenta de que nada posee sentido y que él está demás y que nadie tiene pruebas de haberlo solicitado. De un asunto trivial como puede ser un empleo, Kafka levanta un drama en torno al sentido de la vida y su angustia. Aunque inconclusa, la novela sirve para explicarnos, darnos a entender, hallarnos. Por eso no tuve otra manera que decirle al amigo que leyera ese texto de Kafka. Los poetas y los narradores tienen la capacidad de concentrar las emociones y expresarse mucho más elocuentes, más sinceros, más potentes. De ahí lo necesario de su permanencia.

Las lecturas no son una cura, pero sí un paliativo, un bálsamo, una especie de receta que no elimina el dolor, pero nos trae una visión hermosa incluso de lo más duro de la vida. La literatura se alimenta de lo más mundano y lo lleva a niveles de expresión supremos, remarcables. Por eso el crítico Harold Bloom creó su famoso canon, porque ahí están esas obras que logran una resonancia, una dignidad más allá del día de su nacimiento y son capaces de seguir con nosotros eternamente. Si ayer Otelo era un ser del renacimiento, hoy lo podemos ver en un auto, o en una empresa de softwares, pero expresando los mismos temores, las mismas angustias. El arte es universal, hermoso, conmovedor, profundo. Es la esencia misma de la bondad humana, el espíritu que se muestra y que a veces tememos invocar o no lo sabemos hacer bien. Por eso las lecturas no solo deben irse hacia la ficción y la poesía, sino al ensayo, al pensamiento, a la reflexión. En lo particular, creo en la visión de Nietzsche sobre el arte como una expresión más allá de la moral del momento, de la censura y de los miedos. El acto de creación como un hecho liberador, que nos mueve a la vida, que nos despierta y que nos pone más allá de la tontería, de lo banal y de lo triste de las existencias sin contenido.  Albert Camus en su obra nos describe una humanidad sitiada por lo peor, llevada al paroxismo del dolor y de la incertidumbre, aun así hay pasajes en los cuales se puede observar que la esperanza persiste y que deposita en nosotros ese tesoro, ese oro oculto que florece en lo más oscuro. El maestro de lo absurdo, el mismo que dice que la esencia de la vida es no tener sentido, nos da en su obra un camino en el cual respiramos un poco. Esa nave a través de la cual vamos es la literatura.  La vida se expresa en esa arca de Noé donde quisiéramos echar libros.

De hecho en varias de las obras que más me han marcado, los libros son elemento central. En Fahrenheit 451 de Ray Bradbury el tema es ese, un futuro en el cual los libros son quemados y no leídos. Los bomberos cambiaron su función y son una policía del pensamiento que persigue a todo el que quiera ejercer la lectura. A pesar de la criminalización de un acto tan necesario, los personajes se las arreglan para aprender de memoria las obras más universales y buscan refugio fuera de la civilización. Así había uno que encarnaba el Infierno de Dante, otro La Tempestad de Shakespeare, otro La República de Platón, etc. La forma en que el autor resuelve el conflicto es hermosa y además aporta una visión humanizada del plano literario, reactualiza ese asunto y lo lleva al núcleo del humanismo en crisis y vilipendiado. Y es que sin esa cuestión filosófica, sin ese pensamiento, no vale la pena ningún tipo de arte. Lo bello debe ser rebelde, arrasador, cambiar el curso de las ideas o al menos querer hacerlo.

La buena lectura nunca va a fijarse en los asuntos nimios de una obra sin trascendencia. Se lee porque se busca un sentido y aquello que no lo posee se desecha. Por ejemplo, poco me importan hoy ciertos libros de autoayuda o novelas eróticas que rozan lo pornográfico. Simplemente no veo interés en esos asuntos, más allá de la cuestión de la escabrosidad y de las variaciones del mercado. En cambio suelo volver sobre los mismos libros una y otra vez y he leído varias veces, entre recorrido completo y pequeños paseos fragmentarios, la obra de Joyce. Siempre uno redescubre, siempre ese viejo amigo que es el libro dejó algo en el tintero y nos lo revela.

Leer no daña, a no ser la ignorancia. De adolescente lo hice hasta con los papeles más insignificantes, como las recetas médicas. Trataba de ver y descifrar la letra de los médicos y a veces imaginaba códigos extraordinarios hechos a partir de algo tan ininteligible. El arte posee además la posibilidad de la ensoñación, de las variaciones de la mente, de las máscaras que nos encubren y nos tornan otra cosa. Yo es otro, como dijo Rimbaud acerca de la poesía. Porque nos aburre ser siempre el mismo, porque es propio del ser humano buscarse a partir de un gusto estético, de un sueño, de una aspiración. Las creaciones literarias nos hacen la existencia mucho más interesante y poseen poderes mágicos.

La lectura embriaga, nos lleva fuera de este universo, nos traslada y nos da otra identidad. También, empodera, establece pautas para avanzar y enseña cómo enfrentarse a los embates de una existencia contradictoria y dura, de insondables esfuerzos y dolores. Leer da felicidad en medio de un padecimiento fulminante, otorga autoridad a la persona oprimida y hace que el poderoso se vea pequeño delante de la grandeza humana y sus valores trascendentales.

No pudiéramos enumerar las tantas veces que hallamos sentido a nuestra vida en un libro, o que mandamos a un amigo a entendernos a partir de una obra literaria. Somos habitantes de una ficción escrita que nos inunda y define. Estamos dentro de sus marcos y pensamos a partir de esos paradigmas. Como los personajes de Bradbury, la creación es nuestra marca de humanidad, el signo de que tenemos un más allá tangible, el del arte y lo sensible. Leer es la última batalla que libramos, en la soledad de la vejez, cuando los mejores años se llevan la fuerza y la belleza. Y es que en los libros somos quienes queremos ser, sin importar limitaciones del momento.

En esa matriz de la cultura, en ese universo paralelo, hemos de seguir quienes leemos y amamos a partir de los libros. No es bovarismo, ni un signo romántico tardío. La realidad en la que vivimos, la que nos creamos, es esa, la de la ficción querida.

Las lecturas nos han atrapado en su mundo y no nos interesa salir.

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