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La llama que siguió ardiendo en Bayamo

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Obra de Nelson Domínguez

Solo imaginar el suceso estremece: una ciudad envuelta en llamas; miles de propiedades destruidas; un firmamento enrojecido por incontables brasas humeantes y, en el aire, el ardor patrio de un pueblo sublime que, aferrado a su independencia, decidió prender una antorcha de dignidad para todos los tiempos.

Era el 12 de enero de 1869. Bayamo sería fuego impetuoso y cuna de la más genuina nacionalidad al calor de una resolución: «»¡Qué arda la ciudad antes de someterla de nuevo al yugo del tirano!»».

Así lo prefirieron los hijos dignos del primer pedazo de suelo cubano que, durante 83 días «€“desde que Céspedes y sus tropas mambisas tomaran Bayamo, el 18 de octubre de 1868″€“ había sido estandarte de libertad. 

Fuego antes que esclavitud y decoro antes que humillación: dos convicciones que precedieron entonces la quema heroica. Eran ricos y pobres, patriotas y sencillos pobladores, todos unidos en el ideal común de no ceder su independencia ante la inminente llegada de tropas españolas a la urbe.

Qué grandeza tremenda la de aquellos hombres, mujeres, ancianos y niños que marcharon a pie, a caballo, en carretas hacia los montes y ciudades aledañas, con el cielo como único techo y el honor como cobija.

Qué desprendimiento sincero el de acaudalados patricios como Perucho Figueredo y Vicente Aguilera, quienes escogieron el decoro antes que sus lujos y mansiones.

Dirigidas por el Conde de Valmaseda, las tropas enemigas no podrían entrar a la villa hasta tres días después. En su libro Estampas de Bayamo, José Carbonell así lo detalló: «Un volar de palomas y rugir de techos calcinados de la que fuera rica y culta ciudad, era lo que presenciaban los ojos atónitos de los españoles»».

Bajo las cenizas, sin embargo, quedaron brasas encendidas. Pronto volvería a encenderse un fuego, y otro, crisol inextinguible de esa Revolución que fue una sola, de Céspedes hasta hoy.

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