A salvo
En el momento más crítico de los años 90 del siglo pasado, Fidel definió un concepto capital: «La cultura es lo primero que hay que salvar»». El país se hallaba sumido en la precariedad de una economía en la que había descendido a niveles ínfimos el Producto Interno Bruto, con cierres de fábricas, trabajadores interruptos, pérdidas de suministros externos, graves carencias energéticas y el enemigo apostando a la pronta caída de la Revolución.
Pero el líder iluminado tenía conciencia de que, sin la cultura, el sentido de pertenencia, la defensa de los principios y la espiritualidad por delante, sería imposible tomar impulso para salir victoriosos. Poco después, al corresponder a una invitación del hermano Hugo Chávez, redondeó, ante un auditorio universitario en Caracas, el concepto expresado en el Congreso de la Uneac en 1993: «Una revolución solo puede ser hija de la cultura y las ideas»».
La vida le ha dado una vez más la razón a Fidel en este proceloso 2021. Si hemos llegado hasta aquí, si resistimos y, más aún, nos proponemos, como diría el poeta, seguir empujando el país, es porque la cultura salva y está salvada.
No se trata de una frase dicha al vuelo en un arranque de optimismo. Hay que pulsar las claves de una realidad en la que las convicciones enraizadas en las vanguardias política e intelectual, íntimamente complementadas; la certeza compartida, mayoritariamente, por la población de uno a otro confín de la nación, de que la Patria no se entrega, como tampoco las conquistas revolucionarias; y la percepción de que el cambio cultural (mentalidades, modos de pensar y actuar, y razones éticas) es imprescindible, determinan en buena medida no solo la capacidad y la voluntad para superar los peores momentos sino para alcanzar, más temprano que tarde, los niveles de prosperidad que nos merecemos.
La cultura, bien lo sabemos, ha sido un territorio en disputa durante estos últimos meses; símbolos, expectativas, proyectos de vida. La cultura, en su más amplio espectro, como producción de sentido y conocimiento, desafíos mediáticos incluidos, y también en los ámbitos más estrictos del arte y la literatura.
El enemigo «no es una abstracción sino fuerzas, círculos de poder y mecanismos políticos, económicos, financieros y mediáticos con entidad definida en Estados Unidos, y su esfera de influencia que abarca a elementos domésticos» también lo sabe y es por ello que despliega planes de seducción, subversión y sumisión, que van desde el entrenamiento a los llamados agentes de cambio hasta el estímulo al estallido social, pasando por los intentos de erosionar la institucionalidad, alentar la desesperanza y suplantar un modelo cultural emancipador por otro que favorezca la rendición y la anexión.
La respuesta del movimiento artístico e intelectual «dejemos de una vez atrás los compartimentos estancos y no olvidemos que a la intelectualidad pertenecen nuestros científicos, académicos, comunicadores…» ha sido decisiva este año en la renovación constante del consenso como en la aportación de ideas, iniciativas y propuestas encaminadas a llenar vacíos, erradicar distorsiones, y hallar nuevas luces al proyecto social y cultural de la Revolución.
Nunca hubo, ni de lejos, algo parecido a un apagón cultural, pese al doble cerco de la pandemia y la
asfixiante hostilidad imperial. La creatividad se mantuvo como tónica multiplicada en el pensamiento y el sostén de la vida espiritual. Surgieron en la radio y la televisión nuevos espacios para el debate de ideas y el desmontaje de adversas matrices de opinión; la prensa conjugó el tenor informativo con la opinión y la investigación de los más acuciantes problemas; las salas de concierto se instalaron en las casas y las plataformas digitales. A diferencia de otros países, no se dejó ni a un músico ni a un artista escénico desamparado durante la prolongada cerrazón de la pandemia.
Artistas, escritores, promotores y activistas acudieron al llamado de contribuir a la transformación de las condiciones de vida en las comunidades, a raíz de los programas puestos en marcha desde mediados de año en la capital y otras ciudades del país, cada uno de ellos imbuidos en que no puede abordarse la misión como una campaña episódica, en tanto solo fructificará desde la permanencia y la sistematicidad.
En el año en que se conmemoró el aniversario 60 de las Palabras a los intelectuales pronunciadas por Fidel, piedra sillar de la política cultural de la Revolución, las seis décadas de existencia de la Uneac y el aniversario 35 de la Asociación Hermanos Saíz, el diálogo y contrapunto fecundo con el sistema institucional de la cultura da fe de la confianza de los artistas e intelectuales y de una vocación participativa en la que el ejercicio crítico resulta consustancial a su naturaleza. La implicación de creadores y científicos en el Programa Nacional para el Adelanto de las Mujeres y el Programa Nacional contra el Racismo y la Discriminación Racial, por citar tan solo dos ejemplos, lo prueban.
Un reconocido y popular periodista cubano encabezó su columna semanal con una frase que encaja al mirar el año que se va y colocar los ojos en el que comienza: «Cada meta es un punto de partida»». Que se haga lo posible y hasta lo imposible por salvar la cultura, no resta lucidez ni perspectiva ante lo mucho que falta por hacer, transformar y renovar. Un concepto expresado recientemente por el Primer Secretario del Partido y Presidente de la República, Miguel Díaz-Canel, debe servirnos de alerta y acicate: «No basta con tener un arsenal de ideas y verdades como templos para defender. Es imprescindible moverlas con inteligencia, eficacia y rigor»». ¿Acaso este no es un desafío cultural impostergable?