Gracias a la vida (+ Video)
Cuando Yaquelín Collado enfermó poco se sabía en Cuba de la COVID-19. En medio de las dudas ante los primeros síntomas y los miedos de una gravedad que apareció como un torbellino, jamás imaginó convertirse en la paciente de más larga estadía hospitalaria en el país para superar el virus y sus complicaciones.
Durante sus 59 días de ingreso, 37 de ellos en terapia intensiva, más de media lsla siguió su evolución y le cambió hasta el nombre. Desde entonces ella es la enfermera de Caibarién.
Su regreso de la República Bolivariana de Venezuela ocurrió cuatro días después del primer caso reportado en la mayor de Las Antillas y ella no se preocupó demasiado. Luego de un año alejada de los suyos, visitó a la familia, besó a unos y abrazó a otros.
Todo parecía marchar bien hasta que el 23 de marzo tuvo fiebre, decaimiento y una ligera dificultad para respirar. Llevaba un año en un lugar donde era común el paludismo y primero pensó en esa enfermedad. La COVID-19 aun no estaba en su mente.
Esa noche apenas logró dormir y al día siguiente asistió a una institución de salud. La auscultaron y enseguida descubrieron una neumonía bacteriana. Sospechosa de padecer el nuevo coronavirus «escuchó», y casi al momento la remitieron al Hospital Militar Comandante Manuel Piti Fajardo. En la ambulancia aun tenía la esperanza de no portar el nuevo coronavirus, pero el 26 de marzo su PCR confirmó un diagnóstico que le cambiaría la vida.
A partir de ese momento cada minuto significó una guerra. Hora tras hora Yaquelín sintió crecer la presión en el pecho, el dolor en la espalda, el esfuerzo para atrapar con bocanadas de aire el oxígeno ausente. A las doce de la noche se convirtió en la primera paciente del hospital en entrar a la sala de cuidados intensivos desde el comienzo de la pandemia. En la mañana siguiente ya su estado era crítico.
Enfermera intensivista por varios años, ella misma entendió qué sucedía con su cuerpo. «Miré los niveles de saturación de oxígeno y comprendí que mi pronóstico sería reservado. No obstante, pude hablar con mi hija y le expliqué la situación. Según ella me despedí en esa llamada. Le dije que cuidara mucho a los niños y los educara bien. Yo había disfrutado mi vida». Unas horas más tarde los médicos le indujeron el coma.
Yaquelín pasó 37 días en esa sala, 30 de ellos acoplada a un respirador artificial. Tuvo sangramientos por la nariz y la boca, perdió masa muscular, se le afectaron los pulmones, los riñones, su corazón se detuvo tres veces. Rodeada de cables y equipos, sobre su cama resaltaba el pelo negrísimo que siempre lució con orgullo, aunque hasta eso fue necesario recortar para facilitar los procederes médicos. No era ella misma, pero tenía la vida. Cuando salió del coma, entonces debió luchar para superar la gravedad.
Por momentos pensó no lograrlo. Luego del tercer paro cardiorrespiratorio uno de los médicos llegó a su lado y le acarició el rostro. «Seño, qué más puedo hacer por usted» «le preguntó»; «despedirme de mis hijos» «respondió ella, quizás con el acopio de sus últimas fuerzas». De aquel hombre Yaquelín solo recuerda sus ojos, pero cuenta con orgullo cómo cumplió su promesa de salvarla. Aun no sabe quién es. Para ella, representa el símbolo de los 140 especialistas que nunca la abandonaron.
Alrededor de 140 especialistas atendieron a Yaquelín en algún momento. Foto: Vanguardia.
Sacarla de la gravedad significó un éxito para todos. Sin embargo, aun quedaba mucho camino por recorrer. Además de sus problemas respiratorios, adquirió una infección renal que la obligó a recibir nuevos medicamentos. Asimismo, desde terapia intensiva fue necesario realizarle una traqueotomía como paso previo para desconectarla del respirador artificial. Entonces su voz ya no fue la misma.
Su sistema inmune estaba muy deprimido y en el hospital le acondicionaron un lugar solo para ella fuera de la unidad de cuidados intensivos, hasta que el 22 de mayo de 2020 por fin recibió el alta. Médicos, enfermeras, personal de servicio, laboratoristas, la esperaron en fila a ambos lados del pasillo de su sala.
Ella apareció vestida de verde «el color de la esperanza» con un pañuelo adornándole el cuello. Varias manos la sostuvieron hasta sentarla en el taxi que la devolvió a su otra casa. Muchos la veían por primera vez.
«Los médicos del Hospital Militar me salvaron desde el primer momento. Cuando llegué y me realizaron la radiografía inicial, sus doctores me ayudaron a desvestirme aun poniendo en riesgo su vida para salvar la mía. Como parte de mi recuperación todavía me atiendo allí, con novedosos procederes de células madres para recuperar la capacidad pulmonar, así como para evaluar mi estado. Ellos son mi gran familia y les estoy eternamente agradecida», asegura.
El 22 de mayo de 2020 Yaquelín recibió el alta. Foto: Yunier Sifonte.
La Yaquelín que entró a ese lugar ha cambiado por completo. «Yo era una enfermera muy profesional, cumplidora con mi trabajo, carismática, de muchas amistades, alta, elegante. La que sale ya no es la misma, no solo por los cambios físicos. Si antes era humana, ahora lo soy mucho más. Y con mucha mayor consciencia de los esfuerzos del país por salvarnos y de los sacrificios de los médicos con cada paciente. Hoy amo mucho más mi profesión».
Desde aquel día la recuperación es para ella su pelea diaria. Con 56 años cumplidos, además de una insuficiencia respiratoria crónica, una polineuropatía y otras complicaciones cardiológicas, aun debe recuperar fuerza muscular. Para conseguirlo acudió a su hermano, el rehabilitador que la atiende durante largas sesiones para restablecer su movilidad.
«Cuando salí de terapia apenas sentía mi cuerpo. Entonces le pedí a mi hija que lo llamara para que me devolviera la vida. Sin embargo, no sabía que a él yo casi le había destruido la suya, porque lo contagié. Así sucedió también con mi nieto. Es muy duro enfermar a un familiar y ponerlo en peligro», asegura.
Al instante Yaquelín se detiene, razona un momento y vuelve: «De algunas secuelas he salido, pero otras me quedarán para toda la vida». Duerme con un botellón de oxígeno en la cabecera de su cama, sobre todo para usarlo cuando siente que sus pulmones no responden lo suficiente. «Tengo dificultades respiratorias como cualquier asmático «asegura» y debo acudir al cuerpo de guardia para ponerme broncodilatadores y esteroides endovenosos».
Esos medicamentos le han hinchado el rostro. Es una cara redonda, con unos ojos achinados allí donde antes le relucían grandes y negros. Mientras conversa a veces se le llenan de lágrimas, pero no llora. Eso lo deja para la soledad, para los recuerdos que no la abandonan. Aun no duerme toda la noche, aunque ya sueña menos con su padre fallecido y las pesadillas no la atormentan demasiado.
«Cuando me desvelo pienso mucho en el futuro «asegura sin bajar la mirada» en cómo mis sueños se destruyeron de un día para otro». Yaquelín sabe cuán difícil es vencer todas las secuelas de su enfermedad, pero parece decidida a hacerlo. Es como si ella misma se animara. Como un logro personal, habla de las cuatro cuadras que ya desanda para ir hasta la casa de su hija. Para cualquiera representa una distancia insignificante; para ella es un paso gigante en pos de su principal deseo: reincorporarse a la sociedad.
«Ahora esos sueños cambiaron, pero los intento realizar «confirma enseguida». Me he declarado promotora de salud y subo muchas cosas a las redes sociales, para que las personas comprendan que la COVID-19 no es un juego, no tiene cara y puede atacarnos a todos». Su perfil en Facebook es una especie de diario de sus progresos, pero también un buen lugar para encontrar los consejos de alguien que habla desde las experiencias más dolorosas.
Para ella es también una vía de comunicación con todos los que todavía se preocupan por su salud. «He recibido poemas, dibujos, canciones, de Cuba y de otros lugares. A todos les agradezco. En los medios dicen que soy una guerrera, pero en realidad no es así. Soy un logro de la Revolución Cubana y del hospital militar. Cuando salí de terapia intensiva lo dije y hoy lo repito: «¡Gracias por haber nacido en Cuba!».