Marcados en el orgullo de Cuba
Ignacio ama a una mujer. Nada hay en él de extraordinario. Disfruta la poesía. Quiere a sus amigos con fidelidad. Es militar y le apasiona su carrera.
Ahora ella, su Amalia, está a miles de kilómetros, con el hijo que crece despacio en el vientre. No hay tiempo para leer, y él es solo un soldado que pone todos los sentidos en el combate, y en preservar su vida, y la de los amigos que también están allí.
Ignacio navegó de Cuba a Angola con una convicción nacida del honor y la vocación limpia por lo justo. Cuando una ráfaga de ametralladora enemiga le rompe el pecho, queda claro que no hace falta ser de otro mundo para convertirse en héroe; que el hijo, la amada, los amigos, la Isla»¦ le alzarán un monumento perpetuo de gratitud y veneración.
En la vida real no existió Ignacio, pero sí. En ese personaje de la mítica serie televisiva Algo más que soñar, está representada la entrega de los más de 2 000 cubanos que murieron por el internacionalismo, como parte de la Operación Carlota, y de quienes regresaron a casa con la huella imborrable de la guerra.
Cuando, hace 45 años, las tropas partieron desde Cuba para apoyar el Movimiento Popular de Liberación de Angola, se iniciaba una epopeya militar asombrosa. Impactó al mundo la nación que no marchaba a la contienda para obtener dividendos, sino para sostener una independencia e integridad territorial ajenas. Por eso los intentos para manchar ese episodio de la historia mundial han fracasado con estrépito.
Entre el 5 de noviembre de 1975 y 1991, alrededor de 300 000 militares de Cuba y 50 000 colaboradores civiles hicieron del altruismo página diaria en Angola. El tenebroso apoyo a los invasores, por parte de Estados Unidos de América y de la Agencia Central de Inteligencia, fue completamente insuficiente ante el valor en combate y la ingeniosa estrategia militar.
La derrota de la invasión sudafricana, la liberación de Namibia y la eliminación del apartheid son saldos significativos de aquella epopeya, con impacto positivo en millones de vidas, y que tuvo en Fidel un conductor inigualable.
Cuenta uno de los participantes que, cuando el Comandante en Jefe los despidió, les explicó con sinceridad que muchos no regresarían, y que lo más duro era decirlo y no acompañarlos. Su responsabilidad ante Cuba le impedía marchar al teatro de operaciones; no obstante, y debido a ese sentimiento de compromiso, seguía la contienda minuto a minuto, y conocía con precisión sorprendente cada detalle del terreno.
Toda una generación de cubanos creció a la par de la gesta que tomó los principios del internacionalismo, los sacó de los manuales y los puso a vibrar con fuego y sangre. Se mezclaban la efervescencia revolucionaria, el influjo guevariano y la solidaridad como pilares de una patria que es la humanidad.
Decisiva fue la contribución militar; sin embargo, según Raúl, la gloria y el mérito supremo pertenecen al pueblo cubano: ese que ofreció a sus hijos, cuidó de los huérfanos, y aún hoy honra a quienes murieron, sostiene a las madres, y abraza a los combatientes.
No olvidar, ese es el homenaje más fecundo, porque, como asegurara entonces el General de Ejército, de Angola solo se llevaría Cuba una entrañable amistad, el agradecimiento, y los restos mortales de los caídos. Así fue.
El bailador, el fanático del dominó, el cuentero, el escritor, el enamorado, el tímido»¦ tantos Ignacio hubo y hay, a veces anónimos para sus vecinos, pero, para siempre, marcados en el mapa de los orgullos de Cuba, ese que se dibuja a fuerza de valor y de desprendimientos