«MAESTRO» se escribe con mayúsculas (+Audio)
Pizarra de por medio, jugué como la mayoría de los niños, a ser maestra. Pude heredarlo de mi abuela, que guarda cual tesoros las fotos de cada curso con los alumnos a los que sabe de memoria el nombre, aún a décadas de haberlos acunado. Sí, ella fue la primera educadora de mi vida, y lo hizo bien. Pero la docencia fue un sueño pospuesto ante las cuartillas en blanco y el afán de contar historias.
Por suerte, fue gracias al periodismo, que me colé al menos superficialmente en la piel de los maestros. Son ya seis años contando las heroicidades de los de Caibarién, forjadas muchas en la Campaña de Alfabetización, en Minas de Frío cuando aprendieron a crecer subiendo montañas, en los Contingentes Pedagógicos que respondieron a la voluntad de la Revolución de llevar la enseñanza a todos. O simplemente las que se construyen hoy en el aula, el espacio más complejo donde hacer buen futuro.
Pero confieso que tengo deudas infinitas por narrar las hazañas de los míos: Elisa, que me enseñó los trazos y el amor de educadora; Magalis, con la que aprendimos, quizás sin saberlo, el filo de la emigración cuando comenzaron a partir los niños del aula. Sí, eso también tiene que explicarlo un maestro. Sonia, voz desde la que me asomé a la historia; Ibrahim, fortalezas que entre números supo sacar lo mejor y esconder lo peor de quienes los esperábamos tras los pupitres.
En plena adolescencia, Aleida, María Caridad, Idania, se repartieron las materias, pero compartieron, en medio de una transformación de la enseñanza, el reto de ayudarnos a transitar la secundaria. Bailaron, lloraron, rieron con nosotros sin importar la edad. También eso tiene que hacerlo un maestro. Claro que después llegaron otros. Entre el IPVCE y la Universidad forjaron mis pasos cientos de docentes. A ellos, tantos nombres y encargos, el agradecimiento.
Por último, regreso al sueño del principio. Llegué el curso anterior y desde el Preuniversitario, al frente de un aula. Con tantas expectativas como miedos. Y comprendí en toda su magnitud el mérito de un buen educador. Hablar en público, hacer pensar, preocuparse por todos, sacar promedios, rellenar formularios, planificar cientos de clases, prepararse para cualquier tipo de pregunta, estar actualizado, leer hasta la saciedad, contar más que dictar, entender, poner mano dura, aplaudir, calificar, participar.
No alcanza las horas de un día cualquiera cuando se quiere hacer buena obra, fue la primera vez que me aprendí sesenta y dos nombres, algo que parecía antes imposible, son mis alumnos los que pueden juzgar si lo hice bien, pero soy yo la que puedo comprender ahora, a los treinta años porque el sustantivo «MAESTRO» se tiene que escribirse con mayúsculas.
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