La pasión de Martí
La caída de un héroe no es como la de un ídolo. En ambas figuras hay dimensiones diferentes
Hay que dejar de romantizar la muerte heroica, hay que parar de relacionarla con las épicas batallas de la antigüedad, con los dioses y cantares. El paisaje es perentoriamente tentador, con las ruinas del Partenón de fondo, el color azul de las aguas y el blanco de los mármoles, pero las gestas reales se hacen en silencio, oscuras, a veces situadas en zonas dolorosas del alma.
Así veo la vida y la muerte de José Martí, a quien se le recuerda en su caballo, escribiendo o con su hijo cargado, pero rara vez se le representa en el devaneo de los sesos ante la incertidumbre, el desasosiego de la existencia o los sentimientos encontrados. Hay una esencia marmórea que no descansa en el héroe, sino en lo que el héroe hace a pesar de su propio miedo, de su desazón ante lo ignoto de la locura de una lucha. El propio Jesús dijo, sabiendo su muerte de antemano, que prefería apartar de sí ese cáliz.
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La caída de un héroe no es como la de un ídolo. En ambas figuras hay dimensiones diferentes. Mientras el primero construye un paradigma a posteriori, el segundo lo ha hecho a priori. Los que trabajan para otros y no para sí son personas de almas sufridas que expresan con su desaparición la grandeza y la justicia de sus sentimientos. Los que bregan para su peculio se pierden en el polvo y se los traga la mugre de los pueblos que pretenden olvidarlos.
Pero Martí era un héroe que desde su propia carne iba escribiendo y haciendo el destino y que trazó de esta manera una escuela política que no se funda en figuras de mármol, en ídolos del barro, en rostros adustos para una galería de pinturas. Ese no era el aposento de la historia en el cual su alma iba adentrándose, ni estaba allí la respuesta al acertijo que traza el hado fatal.
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Cuando Nietzsche habló de la caída de los ídolos, se refería a aquellos dioses de materiales corrompibles que no pueden enfrentar el juicio de la historia sin que se les note el deterioro, el olvido, la desaparición definitiva. Hay una caída en las pirámides de Egipto, aunque parezca que están allí en su eternidad y que los aposentos del interior, con sus secretos, remedan una especie de paraíso perdido. Así mismo es como opera el alma de los héroes, esa que sale de la oscuridad y nos trae luz. Pero en lugar de lo sombrío de los faraones, este otro Prometeo no nos deja en la estacada, sino que nos lega una seña y propende a la iridiscencia más ilustrada.
La figura del héroe va unida a la del traidor, o sea son una misma cosa en la transformación del universo. Si uno avanza mediante la verdad, el otro retrocede en su ignominia y nos regala una sombra que sirve para hacer una trazabilidad de los hechos.
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En José Martí se observa la marcha de una grandeza sin retorno en la cual existe una enseñanza que arroja sobre los traidores la luz. Para una y otra instancia de la historia persisten maneras de hacer que no se quedan en lo estático, sino que buscan en ese movimiento la contradicción, la duda y la realización de un ideal. Lo utópico requiere de metáforas que lo expresen para no estarse en silencio y por ello hay una búsqueda que no debe dejarse de lado, un bosquejo que nos mira desde su presencia humana. ¿Quién sabe si el traidor que disparó contra Martí se creyó que mataba a un hombre cualquiera? El peso de la historia ha hecho de los hechos cotidianos una de las mejores representaciones de lo divino.
Abandonar esa trazabilidad de la vida es como equipararnos con el traidor, seguir sus pasos y dejar de largo al héroe. Y aunque no creo en los blancos marmóreos de Grecia ni en las luces de la muerte, la caída de un hombre como Martí es como su nacimiento: una gloria silenciosa.
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Se puede escribir sobre la historia sin que se caiga en los tópicos, sin que vayamos a imágenes ya hechas, a lugares comunes. Pero es dable que ese pasado se mire de nuevo, se resignifique, se desmitifique y salga de sus moldes. O sea, si se habla de Martí irnos de la casita como tropo evidente, del caballo que va hacia las balas, de la pluma que se desliza sobre el papel.
Hay un hombre que no conocemos detrás de todos esos gestos, uno que no era un ídolo, ni mucho menos la equivalencia borgeana al traidor. Ese ser inmenso amaba, sufría y se movió en un ambiente hostil en el cual declaraba los peligros y los dolores. Más de una vez en esas grandes ciudades donde habitaba como forastero estuvo en peligro o no tuvo el dinero suficiente, se expuso y pensó en su hogar y familia, les escribió a los amigos con tristeza encarecida por los golpes. Ese es el Martí que olvidamos a veces y que nos llena de orgullo en su finitud, en su situación concreta y en la universalidad de lo que encarnaba.
Nadie sabe si dentro de millones de años la Humanidad va a existir o si lo hará bajo su actual conformación, lo cierto es que este tipo de héroes, que no se pueden encerrar en las estatuas, pervivirán con la energía de un vitalismo más allá de lo mortal. José Martí no estaba en las ruinas de Grecia, no sucumbió ante un empuje romántico de su siglo, sino que vertebraba lo que no estaba firme, le dio entidad a lo que era una sombra y bajó del lenguaje etéreo a quienes debían materializar una idea.