Seguiremos luchando por el equilibrio del mundo, como contribución a la preservación de la especie humana
Versiones Taquigráficas – Presidencia de la República)
Queridas amigas, queridos amigos, martianas y martianos que batallan por el equilibrio del mundo con las armas de las ideas, las únicas capaces de salvar y emancipar a los seres humanos:
Quiero empezar por agradecerles su participación, entusiasta y aportadora, en este evento que convoca un hombre de 172 años que, sin embargo, no es un hombre viejo: José Martí es un hombre eterno, algo que no necesita explicarse en Cuba, porque lo sentimos por todas partes.
Y necesita explicarse menos ante un auditorio como este, porque justamente de esa eternidad que convierte a José Martí en un contemporáneo nuestro pero también de las niñas y los niños que están por nacer, es de lo que más han hablado ustedes en estos días martianos en La Habana.
Siempre me gusta empezar por agradecer a los visitantes la osadía de hacer efectiva su solidaridad con Cuba de manera presencial, porque no solo lo hacen asumiendo costos de pasaje y estadía sino que se enfrentan a amenazas y castigos, especialmente concebidos para condenarnos a la soledad, ya que ninguna otra arma ha funcionado en el intento de rendir al pueblo rebelde y digno de Fidel y Raúl Castro, líderes de la generación que no dejó morir a Martí en el año de su centenario.
La masiva asistencia a esta conferencia, con alrededor de más de mil personas de 98 países, incluyendo más de 400 delegados cubanos es, además, un estímulo tremendo al pueblo de Cuba, porque es un reconocimiento a su heroica resistencia en el contexto de un mundo en amenazante desequilibrio para la especie humana, donde hasta la dignidad se negocia.
Lo sabe muy bien Cuba, que está pagando hace 66 años el altísimo precio de no tener precio. Porque, como dijo el hombre eterno que nos convoca y nos junta “la pobreza pasa: lo que no pasa es la deshonra que con pretexto de la pobreza suelen echar los hombres sobre sí”.
Martí fue perfectamente definido por el poeta cubano José Lezama Lima como “el misterio que nos acompaña”, una expresión que podría interpretarse como las honduras del saber y del amor que, de tan inmensas, nunca llegan a descifrarse del todo.
Y es muy cierto: a los cubanos, Martí nos acompaña de modo incesante. Su presencia va desde un sencillo busto dedicado a él en una escuela, un taller, una fábrica o un hospital, hasta el deslumbramiento que nos sigue asaltando mientras leemos sus versos o sus definiciones que parecen escritas para el siglo XXI. Y ese descubrimiento se da mientras transitamos por la admiración total ante las coherencias de su pensamiento y su forma de actuar.
Pero Martí acompaña no solo a los cubanos, sino a todos los ciudadanos del mundo que creen con firmeza en la posibilidad de mejorar y equilibrar este mundo, y que lo hacen a contracorriente de la barbarie hoy visible en el apogeo de la codicia y en los dolores infinitos que provocan los codiciosos por su desprecio absoluto al sufrimiento humano.
Hablo en primer lugar del holocausto palestino a manos del Gobierno de Israel y de quienes alimentan esas ganas de matar, pero también de la persecución brutal y la humillante deportación, esposados y encadenados, de miles de migrantes que se han quebrado las espaldas bajo el látigo del desequilibrio económico que los obligó a emigrar. ¡Desde aquí pedimos que Palestina sea libre! (Aplausos.)
Y hablo, por supuesto, de Cuba, cientos de veces víctima del terrorismo, cuyo noble nombre han incluido y vuelto a incluir en una lista infame de supuestos patrocinadores del terrorismo, para que los obedientes bancos internacionales le cierren las puertas a cualquier gestión comercial o financiera que tribute a solventar las necesidades básicas del pueblo cubano.
Hablo de Cuba, a la que Estados Unidos le robó un pedazo de tierra en nombre de una amistad que jamás honró al usar ese territorio, ilegalmente ocupado por más de un siglo, como base militar y prisión donde se tortura y se encierra en un limbo legal a personas que el imperio declara enemigas y culpables, la mayoría de las veces sin una sola evidencia de su crimen.
Como si no bastara esa infamia que ha sido condenada cientos de veces por tribunales internacionales, ahora nos dicen que a la Base Naval norteamericana en Guantánamo mandarán 30 000 deportados. Otra vez la ilegalidad, el desconocimiento de los tratados internacionales, y la idea inaceptable de que hay países y personas superiores al resto de la humanidad.
A pesar de los pesares, como decimos aquí, y de las órdenes presidenciales de los amos del mundo, no vamos a callar frente a la infamia ni vamos a perder la confianza y la fe en el mejoramiento humano, la vida futura y la utilidad de la virtud (Aplausos).
Martí nos acompaña también en el optimismo, porque en él tenemos al ser esperanzado por el que clama el Papa Francisco, y tenemos al luchador que llegó a expresar que “El honor humano es imperecedero e irreductible, y nada lo desintegra ni amengua, y cuando de un lado se logra oprimirlo y desvanecerlo, salta inflamado y poderoso de otro”.
Por afirmaciones como esa, él se nos convierte en referente y en alguien imprescindible para emprender la batalla cotidiana por la justicia en un planeta a punto de agonizar bajo el imperio de la codicia. ¡No nos rendimos! Aprendimos con Martí que del dolor y de la necesidad de ponerle fin, nacen las fuerzas y la voluntad para enfrentar y vencer los mayores desafíos.
La gran poetisa y martiana devota, Fina García Marruz, estudiando sin descanso la obra del Apóstol, apuntaba a algunas claves para entender las rutas de la radicalización de su pensamiento político.
Ha dicho Fina, la compañera del también maestro y muy martiano Cintio Vitier, sobre Martí lo siguiente: “El organizador revolucionario nace en el Presidio. Allí comprendió que era irrealizable construir, con odio, una revolución triunfante. Pensaba que nuestra batalla obedecía a la justicia, no a la venganza. Con sus encendidos discursos, convirtió en amigo al peor de los enemigos. Prendió la llama del amor”.
Y es Martí el mismo ser humano que –tal vez por su esencia poética, por su sensibilidad extrema y su capacidad de análisis que le permitían ver donde otros permanecían ciegos– se va radicalizando a tal punto que en carta inconclusa a su hermano queridísimo, Manuel Mercado, deja escrito un párrafo medular para el destino de Cuba, que casi todos los cubanos sabemos de memoria.
Dice Martí: “ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber –puesto que lo entiendo y tengo ánimos con que realizarlo– de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso”.
Pareciera que lo dijo todo y para todos los tiempos, como si no hubiese tenido barreras de época. A Martí se le lee y sus ideas siguen siendo de una utilidad inagotable, aunque no haya sido testigo de descubrimientos que la humanidad ha vivido después que él cayera heroicamente en combate.
Pocos como él pudieron avizorar, en la hora misma de su nacimiento, este peligro que ahora se desborda ante nuestros ojos, de un imperio moderno que irrespeta derechos en nombre de un mandato divino, dispuesto a arrasar con los equilibrios mismos de la civilización.
Es que parece haberse expresado para estas horas al vaticinar que “cuando los imperios llegan a la cumbre de su prosperidad, están al borde del precipicio que los devora”.
Él definió como nadie al “vecino codicioso, que confesamente nos desea” y pidió estar alertas “frente a la codicia posible de un vecino fuerte y desigual”; y en el caso de Cuba, habló sobre “la independencia del archipiélago feliz que la naturaleza puso en el nudo del mundo”.
Sabiendo él que, por razones de origen, mientras los del Norte compraban, los del Sur llorábamos, y es entonces que puso énfasis en la necesidad de entender esa diferencia esencial, para que solo fuese viable un puente de respeto mutuo entre dos universos culturales.
Nunca promovió la animadversión contra los hijos buenos y talentosos de la masa continental del Norte, pero sí fue su reflexión de suma claridad en cuanto a los riesgos de aceptar que las naciones recién liberadas del decadente imperio español cayeran subordinadas en una relación desigual con el nuevo imperio en gestación.
Se puede verificar en su imprescindible ensayo “Nuestra América”, donde enuncia: “Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la tundan y talen las tempestades; ¡los árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas! Es la hora del recuento y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes”.
Esa alerta martiana sirve hoy para el mundo entero y no solo para nuestra América, enfrentados todos, de algún modo, a las apetencias de la Roma del siglo XXI que se ha mostrado capaz de pasar, prepotente, por sobre la diversidad humana.
Seguramente somos muchos, incluso en este auditorio martiano, los que nos hemos preguntado por qué el énfasis de Martí en la centralidad de Cuba y por extensión de las Antillas en el equilibrio del mundo.
El doctor Armando Hart Dávalos, padre de estos eventos Por el Equilibrio del Mundo, respondió la interrogante en más de un texto o conferencia. Cito uno de sus artículos:
“La pregunta que debemos hacernos es por qué Martí quería una Cuba libre, unas Antillas libres y una América libre”. Lo expresó de una manera tan diáfana que no debería dar lugar a dudas o confusiones. En su artículo con motivo de la conmemoración del segundo aniversario del Partido Revolucionario Cubano, publicado en 1894, señaló:
“En el fiel de América están las Antillas, que serían, si esclavas, mero pontón de la guerra de una república imperial contra el mundo celoso y superior que se prepara ya a negarle el poder, —mero fortín de la Roma americana; —y si libres– y dignas de serlo por el orden de la libertad equitativa y trabajadora –serían en el continente la garantía del equilibrio, la de la independencia para la América española aún amenazada y la del honor para la gran república del Norte, que en el desarrollo de su territorio– por desdicha, feudal ya, y repartido en secciones hostiles –hallará más segura grandeza que en la innoble conquista de sus vecinos menores, y en la pelea inhumana que con la posesión de ellas abriría contra las potencias del orbe por el predominio del mundo”.
Otro martiano indispensable a la hora de entender las cumplidas predicciones del Apóstol es el doctor Pedro Pablo Rodríguez, que está aquí, paciente y acucioso director de la Edición Crítica de las Obras Completas del Maestro. De su enjundioso ensayo “José Martí y su concepto del equilibrio del mundo” no se puede prescindir para llegar al fondo de las angustias martianas sobre el equilibrio del mundo. Y aquí será más largo lo que leo del autor Pedro Pablo, porque me parece fundamental el fragmento siguiente:
“Pensador de estilo aforístico y polisémico, desde los inicios de su estadía en Nueva York (Martí) alertó sistemáticamente acerca del peligro expansionista que representaban los nacientes monopolios en Estados Unidos, que controlaban cada vez más las cúpulas gubernamentales y se dedicaban al ejercicio de la política mediante la corrupción de la democracia, e imponían una política exterior controladora de los mercados latinoamericanos abastecedores de materias primas y alimentos, y consumidores de la industria norteña. Para esos intereses plutocráticos, que Martí estimaba lesivos también para las mayorías populares de Estados Unidos, no había, a su juicio, fronteras mercantiles ni geográficas para impedir, con el territorial, la consolidación del dominio económico sobre Latinoamérica.
“Prueba de que no eran suposiciones ni ensoñaciones de poeta, sino un brillante análisis de las realidades de su tiempo y una lúcida mirada al futuro inmediato es que entre 1898 y 1930 Estados Unidos intervino militarmente, y hasta gobernó de manera directa en algunos casos, en Cuba, Puerto Rico, Panamá, Colombia, República Dominicana, Haití, México y Nicaragua”.
Más adelante explica Pedro Pablo algo que está muy presente hoy, en nuestros días, y dice Pedro Pablo: “Obviamente la previsible cercanía de la apertura del Canal de Panamá hizo coincidir a Martí con muchos observadores de entonces en la percepción de que con esa vía se aumentaría la importancia de la zona antillana y centroamericana para la geopolítica de los Estados hegemónicos entonces. Tan convencido estaba de la importancia de un equilibrio entre las grandes potencias que en el Manifiesto que escribiera en la ciudad dominicana de Montecristi para explicar por qué se había iniciado en febrero de 1895 la última Guerra de Independencia de Cuba, señala: ‘La guerra de independencia de Cuba, nudo del haz de islas donde se ha de cruzar, en el plazo de pocos años, el comercio de los continentes, es suceso de gran alcance humano, y servicio oportuno que el heroísmo juicioso de las Antillas presta a la firmeza y trato justo de las naciones americanas, y al equilibrio aún vacilante del mundo’”.
Hasta aquí el imprescindible fragmento del ensayo de nuestro querido Pedro Pablo. Seguramente encontrarán ustedes en varios momentos de lo leído, cuánto avizoró, y con cuánta razón José Martí, de los graves peligros que se nos vienen encima hoy, cuando todavía no somos siquiera la América unida que pueda enfrentarlos.
Digámoslo con absoluta claridad. La conducta y las pretensiones agresivas de Estados Unidos, que se manifiestan con el gobierno recién instaurado, amenazan a la propia población de ese país, sobre todo a los segmentos más humildes y desposeídos. Amenazan también la paz internacional, incluyendo la de nuestra región de América Latina y el Caribe. No es posible ignorar esa realidad.
En el escenario político de ese país, las fuerzas políticas, económicas y sociales que más influencia han cobrado, abrazan ideas xenófobas, racistas, discriminatorias y de supremacía que la humanidad se esforzó por superar tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y la derrota del nazifascismo hace 80 años.
Es un fenómeno preocupante que se observa en varios países de diversas regiones. Partidos políticos y figuras políticas reaccionarias han ido ganando terreno. Se manifiesta incluso con el respaldo frecuente y peligroso de sectores pobres, humildes y de la clase trabajadora, que se identifican con los políticos y programas que son exponentes de esas corrientes. Es un fenómeno muchas veces reflejo de la desesperación, la impotencia y el pesimismo ante la creciente injusticia.
Estas corrientes son propias y fruto del capitalismo, de su naturaleza egoísta, depredadora y excluyente. Han tomado fuerza como consecuencia de la expansión de las políticas neoliberales en los últimos 40 años y del rotundo fracaso de estas en responder a los intereses y necesidades de la mayoría, garantizar mejores niveles de vida y promover la justicia social.
Son políticas cuyo resultado más palpable es el crecimiento de las desigualdades, la polarización social, la exclusión, la desconfianza hacia el prójimo y las fricciones culturales, étnicas y religiosas. Sus resultados son también la emigración desordenada, el crecimiento de la ilegalidad, el narcotráfico y la corrupción.
En gran medida han contribuido a la erosión del poder soberano de varios países, a la pérdida de la verdadera libre determinación y a la llegada al poder de gobiernos claramente subordinados a la voluntad del imperialismo y de las grandes transnacionales y corporaciones que lo alimentan.
Desafortunadamente, incluso cuando han gobernado fuerzas progresistas o de izquierda, estas, en determinadas oportunidades, han carecido del tiempo, la fuerza, la voluntad o la suficiente independencia para enfrentar los programas económicos neoliberales que están en la base de muchos de los problemas políticos y sociales que hoy padecen los países en desarrollo.
El orden internacional nacido del fin de la Segunda Guerra Mundial, que en buena medida es el que hoy prevalece, es heredero del colonialismo, de la historia de explotación, saqueo y esclavitud que enriqueció a un conjunto específico de potencias coloniales y sus sociedades, a costa del sufrimiento, el desarraigo, la destrucción, la sumisión y el subdesarrollo de los antiguos territorios colonizados.
El imperialismo como sistema de dominación no es un fenómeno nuevo. Sin embargo, la era de la globalización neoliberal ha tomado formas más sofisticadas y menos visibles. Ya no se trata únicamente de la ocupación territorial directa, aunque esta sigue como práctica vigente, como sufren en carne propia los heroicos hermanos palestinos. Se manifiesta también en el control de mercados, recursos naturales, cadenas de suministro y, sobre todo, de la tecnología y la información.
Las oligarquías que hoy dominan el mundo no solo acumulan riqueza, sino que concentran poder político, cultural y social, perpetuando un beneficio que favorece a unos pocos a expensas de muchos. Las grandes corporaciones industriales, los conglomerados financieros y los gigantes tecnológicos han tejido una red de influencia que trasciende fronteras. Sus decisiones afectan la vida de millones de personas, desde el acceso a medicamentos hasta la privacidad de nuestros datos. Estas élites no solo buscan maximizar su ganancia, sino también consolidar su hegemonía, imponiendo estándares y normas que perpetúan la dependencia de lo que crecientemente se reconoce como el Sur Global.
Si bien se abolió el colonialismo casi absolutamente en la segunda mitad del siglo XX, sus condiciones y rezagos han prevalecido con nuevas modalidades.
Esa es la esencia del orden internacional actual y explica la realidad inaceptable de que la brecha entre los países desarrollados y los subdesarrollados tiende a ensancharse, lejos de estrecharse, sin perspectivas de que cambie esa tendencia.
Sobran los documentos, declaraciones, discursos y resoluciones de las Naciones Unidas y sus agencias que describen ese escenario. Las propuestas de cómo responder y qué hacer tienen ya una historia que data por lo menos de la década de 1960 del siglo pasado. Se conoce bien que la posibilidad de un cambio y la perspectiva de un orden internacional más justo y sostenible han encontrado la férrea resistencia de las grandes potencias económicas y militares, representativas en gran medida de las antiguas potencias coloniales.
Las naciones en desarrollo, y en especial sus pueblos, ¡tienen derecho a soñar que un mundo mejor es posible!, ¡y tienen el derecho y el deber a luchar por él! (Aplausos.)
Eso no será posible si no se avanza significativamente a favor de un orden internacional distinto al actual. Ha de ser un orden verdaderamente democrático, en el que todas las naciones tengan la oportunidad de aportar y estar realmente representadas en igualdad de condiciones. Debe ser un orden sostenible, que promueva la paz, la seguridad de todos, la justicia social, la prosperidad equitativa, el respeto a la pluralidad cultural, étnica y religiosa; que promueva el acceso democrático a la ciencia y la tecnología, y los derechos humanos para todos, no solo para élites privilegiadas; que se base en la solidaridad, la cooperación y el respeto al derecho de cada país a escoger su sistema político, económico y social sin injerencia extranjera.
En ese nuevo orden lo fundamental es su contenido y el compromiso que seamos capaces de movilizar para alcanzarlo.
Los desafíos para lograrlo o incluso acercarnos a él son inmensos. Cómo hacerlo es una pregunta difícil de responder. Pero no cabe duda de que se requiere unidad, estrategia y una visión clara de lo que queremos lograr. Y, como dijo Fidel: ¡Sembrar ideas!, ¡sembrar ideas!, ¡sembrar ideas!; ¡y sembrar conciencia! (Aplausos.)
Después de repasar a José Martí y evaluar el momento actual, se despejan todas las dudas. Es él quien nos avisa y también es el antídoto contra todos los desequilibrios, porque nos ayuda a entender el único lenguaje posible, por común: el humano.
Su espíritu nos lleva a la defensa de las raíces ancestrales, de nuestras identidades que los nuevos colonizadores sueñan con desmantelar, de nuestra dignidad, de nuestra posibilidad creadora, de la unidad tan necesaria, de la autoestima por ser estas mujeres y hombres naturales que somos, del coraje, del estoicismo, de la sensibilidad, de esa fuerza poderosa sobre la cual dijo Martí: “Por el amor se ve. Con el amor se ve. El amor es quien ve” (Aplausos).
Desde esta tribuna que le erigimos a su memoria, quiero compartir con ustedes el ferviente deseo de que Martí nos siga convocando, que su optimismo, levantado como una espada, incluso en los escenarios más adversos, sea horizonte y magisterio y que, amparados en él, jamás nos abandone la certeza de que, como él dijo con toda firmeza: “La honra puede ser mancillada. La justicia puede ser vendida. Todo puede ser desgarrado. Pero la noción del bien flota sobre todo, y no naufraga jamás” (Aplausos).
Tengamos como anhelo legítimo convertirnos, con el esfuerzo diario y los mejores sueños, en verdaderos discípulos de José Martí, así como lo hizo Fidel y con él la Generación del Centenario de Martí, como lo hicieron tantos hombres y mujeres dignos que trajeron al Apóstol hasta nuestra época.
Por esos caminos estoy seguro de que encontraremos, día a día, sentido a su afirmación tremenda de que “La felicidad existe sobre la tierra; y se la conquista con el ejercicio prudente de la razón, el conocimiento de la armonía del universo, y la práctica constante de la generosidad”.
Desde Cuba libre y soberana, que resiste y crea sin cansarse, llevando en el pecho “las doctrinas del Maestro”, como Fidel ante los que le juzgaban en 1953, les ratificamos a los martianos de todas partes que nos han acompañado en estos días, ¡que seguiremos luchando por el equilibrio del mundo, como contribución a la preservación de la especie humana!
¡Viva Martí! (Exclamaciones de: “¡Viva!”)
¡Vivan sus ideas! (Exclamaciones de: “¡Viva!”)
¡Hasta la Victoria Siempre! (Exclamaciones de: “¡Venceremos!”)
(Aplausos prolongados.)