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Mamá, me toca escuela al campo

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Si pudiera, comenzaría este texto con emojis expresivos para representar las diferentes caras de las familias cuando algunos estudiantes de la enseñanza media (secundaria y preuniversitaria) regresaron del primer día de clases con esa noticia.

Mi Javi entre ellos, y confieso que me emocionó la idea tanto, que de pronto me vi otra vez entre los surcos de Ceiba Mocha recogiendo tomates, sembrando yuca o desyerbando. Repetí los amaneceres en la carreta, la neblina, las bromas, el frío de las duchas y las ranas, las noches de recreación y enamoramientos y las visitas de las familias el domingo. En total y poniendo todo en la balanza: mi’jo, tremenda gozadera, le resumí a mi adolescente.

Pero no, ya no habrá campamento ni maleta de madera, ahora se trata de trabajo socialmente útil en la escuela o la comunidad: arrancar las malas hierbas del jardín, servir la comida en una primaria vecina, pasar el brillador en los pasillos de la escuela, trabajar en algún huerto cercano y, en la tarde, de regreso a casita.

Muchos se han quejado (mi Javi entre ellos) y los entiendo, porque son una generación de pioneros que nunca durmió en la hamaca de un centro de exploradores; que si acamparon, fue solo metafóricamente en el patio de la escuela, y cuando nacieron, los campismos ya había que pagarlos en otra moneda. 

Sin embargo, no entiendo a los padres que pertenecen a mi generación, ni a los abuelos que, siendo nosotros adolescentes, nos despidieron sin tristezas para cumplir con la escuela al campo de verdad, por un mes o 45 días, convencidos de que nos ayudaría a crecer y hacernos hombres y mujeres más fuertes e independientes, y así fue, la vida les dio la razón.

Ahora hablamos de la generación de cristal, criticamos la pérdida de valores, el individualismo, el apego a lo material y las tecnologías, pero basta media vez que nuestros hijos se embarren las manos de tierra o se mojen los pies limpiando sus escuelas, para que queramos sobreprotegerlos como si fueran, efectivamente, de cristal.

El primer argumento a favor de que hacer trabajo productivo no «mata a nadie», somos nosotros mismos. Incluso, esta nueva modalidad tiene más sentido y coherencia: los estudiantes están cuidando de su escuela y de su comunidad, un compromiso que necesitamos aprender para salvarnos.

Pero ya que en muchos casos todo pasa por mezclar las cosas en esa vieja confusión entre posiciones políticas y civismo, podría argumentar que en el superdesarrollado y muy capitalista Japón, los estudiantes de primaria y secundaria sirven la merienda y limpian, baños incluidos, en la mayoría de los colegios; es una práctica llamada o-soji.

«En la escuela, un alumno no solo estudia las materias, también aprende a cuidar lo que es público y a ser un ciudadano más consciente», expresó a BBC un profesor de la tierra del sol naciente. 

«Y nadie reclama porque siempre ha sido así», agregó, y explicó luego:

«Yo también ayudé a cuidar la escuela, así como lo hicieron mis padres y abuelos, y nos sentimos felices de recibir la tarea porque adquirimos una responsabilidad».

Según el texto, «los alumnos se dividen en grupos, cada uno de los cuales es responsable de lavar lo que se utilizó durante la comida y de la limpieza del salón, los corredores, las escaleras y los baños en un sistema rotativo coordinado por los profesores».

«Aprender a cuidar lo que es público», me quedo con esa frase y con aquella martiana: los niños son la esperanza del mundo, pues resulta que ningún futuro será posible, ninguna esperanza, si no les educamos, desde ahora, la responsabilidad y el compromiso y, de paso, les permitimos vivir y aventurarse, como nosotros en aquellas tardes corriendo entre los regadíos o bajo el aguacero, que nos habrán dejado algún catarrito, pero más alegría.

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