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En Dos Ríos, un sol eterno que nos guía

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Iba el jinete redentor sobre los bríos de su corcel, arengando a las fuerzas libertadoras, cuando –entre un dagame y un fustete– tres disparos enemigos causaron la tragedia. Había caído en combate José Martí. Era la tarde del domingo 19 de mayo de 1895 y, desde entonces, en ese sitio sagrado llamado Dos Ríos, hay un sol eterno que nos guía.

Porque allí, fundida su sangre con la tierra amada, y su legado vital palpitando en los cauces del Cauto y del Contramaestre, el Apóstol se volvió leyenda cierta.

La leyenda de un hombre que germinó en el pensamiento preclaro de otros hijos dignos de la Patria, y en la continuidad histórica de una generación que honró su memoria en el centenario de su natalicio, al tomar las armas como única vía posible para conquistar la independencia.

Bien lo señalaría el martiano mayor, Fidel, cuando afirmó: «(…) Para nosotros los cubanos, Martí es la idea del bien que él describió… De él habíamos recibido, por encima de todo, los principios éticos sin los cuales no puede siquiera concebirse una revolución.

De él recibimos, igualmente, su inspirador patriotismo y un concepto tan alto del honor y de la dignidad humana como nadie en el mundo podría habernos enseñado».

Por eso se dice que su muerte fue solo física, porque el Maestro logró renacer en las esencias de un país, en el legado inspirador para otros pueblos pobres del mundo y en el recuento necesario al que hay que acudir cuando se quiere entender la poesía que habita en la palabra libertad.

Ese es el Martí –de hondos sacrificios, grandes renuncias personales y entrega sin par– que tiene que vivir en quienes enseñan en nuestras aulas; en quienes fundan y aman; y en quienes no abandonan la trinchera del honor.

Ese es el Apóstol que lleva tatuado un joven fotorreportero, como santo y seña de lo que es; y el cubano mayor que nos ilumina con su ejemplo, más allá de las antorchas de enero o de la evocación de cada mayo.

Ese es nuestro Héroe Nacional, el que demuestra, a la luz de 129 años, que Dos Ríos no fue su último combate.

Allí quedó adherida a la tierra su sangre generosa, y se erigió luego un obelisco que nos invita a honrar, con la frente descubierta, a ese sol humano que se levanta con Cuba todos los días.

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