Cultura

Paradiso, de José Lezama Lima

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José Lezama Lima en su biblioteca.

Paradiso, de José Lezama Lima es obra cumbre, apoteosis de lo simbólico. El torrente expresivo de Lezama se desboca por momentos en símiles y metáforas que bordean lo absurdo, lo caprichoso (la literatura también es juego, provocación), en construcciones delirantemente barrocas, en idas y regresos, laberintos en los que es difícil encontrar el hilo… pero en el caos hay orden: Paradiso es el viaje a las esencias, el pretendido pacto de convivencia entre lo histórico (no puede olvidarse que es una novela hasta cierto punto autobiográfica) y lo imaginado, asentamiento de múltiples lecturas, examen filosófico y moral, experiencia mística, inventario de costumbres, regodeo sensual y erótico… Todo a la vez, una “summa”, como diría el propio escritor.

José Lezama Lima es el escritor inimitable; estéril y ridículo sería intentarlo: su estilo es consecuencia de la imagen que se formó del mundo. Uno y otra son inseparables, y por tanto irrepetibles. Sus evocaciones devienen testimonio, aunque muchas veces haya sacrificado la diafanidad en pos de la fidelidad a lo vislumbrado.

Lezama sigue siendo rara avis en el panorama literario de la lengua española. Bebió de aquí y de allá, de la vida misma, pero alumbró criaturas que hicieron trastabillar las visiones de lo humano y lo divino. Isla en una isla, su obra nos sigue retando, seduciendo.

PRIMERA PÁGINA

La mano de Baldovina separó los tules de la entrada del mosquitero, hurgó apretando suavemente como si fuese una esponja y no un niño de cinco años; abrió la camiseta y contempló todo el pecho del niño lleno de ronchas, de surcos de violenta coloración, y el pecho que se abultaba y se encogía como teniendo que hacer un potente esfuerzo para alcanzar un ritmo natural; abrió también la portañuela del ropón de dormir y vio los muslos, los pequeños testículos llenos de ronchas que se iban agrandando, y al extender más aún las manos notó las piernas frías y temblorosas. En ese momento, las doce de la noche, se apagaron las luces de las casas del campamento militar y se encendieron las de las postas fijas y las linternas de las postas de recorrido se convirtieron en un monstruo errante que descendía de los charcos ahuyentando a los escarabajos.
 

Baldovina se desesperaba, desgreñada, parecía una azafata que con un garzón en los brazos iba retrocediendo pieza tras pieza en la quema de un castillo, cumpliendo las órdenes de sus señores en huida. Necesitaba ya que la socorrieran, pues cada vez que retiraba el mosquitero, veía el cuerpo que se extendía y le daba más relieve a las ronchas; aterrorizada, para cumplimentar el afán que ya tenía de huir, fingió que buscaba a la otra pareja de criados. El ordenanza y Truni recibieron su llegada con sorpresa alegre. Con los ojos abiertos a toda creencia, hablaba sin encontrar las palabras del remedio que necesitaba la criatura abandonada. Decía el cuerpo y las ronchas, como si los viera crecer siempre o como si lentamente su espiral de plancha movida, de incorrecta gelatina, viera la aparición fantasmal y rosada, la emigración de esas nubes sobre el pequeño cuerpo. Mientras las ronchas recuperaban todo el cuerpo, el jadeo indicaba que el asma le dejaba tanto aire por dentro a la criatura, que parecía que iba a acertar con la salida de los poros. La puerta entreabierta adonde había llegado Baldovina, enseñó a la pareja con las mantas de la cama sobre sus hombros, como si la aparición de la figura que llegaba tuviese una velocidad en sus demandas, que los llevaba a una postura semejante a un monte de arena que se hubiese doblegado sobre sus techos, dejándoles apenas vislumbrar el espectáculo por la misma posición de la huida. Muy lentamente le dijeron que lo frotase con alcohol, ya que seguramente la hormiga león había picado al niño cuando saltaba por el jardín. Y que el jadeo del asma no tenía importancia, que eso se iba y venía, y que durante ese tiempo el cuerpo se prestaba a ese dolor y que después se retiraba sin perder la verdadera salud y el disfrute. 

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