Una deuda con la verdad: apuntes sobre la labor social de los intelectuales
Si las ideas pretenden difundirse, ganar popularidad, han de evitar las profundidades difíciles y señalar que todo está bien
El ejercicio de la crítica y, sobre todo, la labor del intelectual como agente de la inconformidad, es un campo minado, y la mayoría de las personas y grupos sociales procuran mantenerse lejos de los que tienen por costumbre cuestionar la estabilidad o hacer demasiadas preguntas. Un discurso que cuestione el poder o el orden establecido será necesariamente incómodo. Si las ideas pretenden difundirse, ganar popularidad, han de evitar las profundidades difíciles y señalar que todo está bien, o al menos que en un futuro temprano los mecanismos se ajustarán para lograr el máximo potencial.
Coach motivacional
La gente está cansada de las malas noticias, de la inmediata y absurda realidad. Por este motivo, termina perdiendo aceptación todo el que traiga un discurso que analice los problemas de la sociedad y se atreva a describir un futuro de otra tonalidad que no sea esperanzadora. Es la razón por la que en los grandes escenarios mundiales ha ido ganando cada vez más seguidores la figura del coach motivacional: ente que ayuda a otros a afrontar sus conflictos, apelando a un discurso altruista (altamente sugestivo) sobre el futuro o sobre las potencialidades individuales. A todos nos gusta escuchar que las cosas van a ir bien, que nuestra forma de pensar no está equivocada o que los resultados que hemos alcanzado no son mejores por circunstancias inevitables, ya sea por factores externos, innatos de nuestra personalidad, o por el lugar en que nos tocó nacer.
Sobre este tema el profesor de política y columnista del The Washington Post, Daniel Drezner, en su libro The Ideas Industry, menciona que “los ricos están financiando una nueva clase de intelectuales”. Y al decir ricos, digamos también los agentes del poder. Según Drezner en esta época se habla del “líder de pensamiento”, dejando a un lado la idea del intelectual, por el hecho de ser considerado aburrido, pragmático e incómodo.
Este nuevo tipo de intelectuales, construidos desde la base del poder, han de funcionar en torno a una idea: las riquezas, el dominio, los canales por los que se han obtenido, no solo son legítimos, sino también heroicos. Han de enseñar que esto forma parte de un gran todo que beneficiará la justicia y el equilibrio del mundo y que, por lo tanto, justifica cada esfuerzo por mantenerlo. Sus discursos han de hablar de esperanza, de soluciones y, mientras tanto, de resistir a toda costa, como soldados que juran proteger una posición, hasta que llegue el cambio. Luego tocará a las masas repetir las ideas como consignas y a los medios de difusión acentuar cada fragmento del discurso que contribuya a la estabilidad social, a procurar que los asuntos mantengan su orden.
Pero el que vive de ilusión muere de desengaños. El discurso que no se ajusta a la realidad y fantasea con un mundo donde todo es paz y amor, sin que hayamos hecho algo más que tener fe para solucionar las causas que nos aquejen, termina desilusionando a sus adeptos. Los cambios son producto de la acción. No se pueden esperar resultados favorables si la humanidad espera cómodamente a que suceda un milagro.
Estos “intelectuales”, elevados para edulcorar los procesos, no son otra cosa que engranajes de un mecanismo diseñado para apartar a la humanidad del raciocinio y la profundidad de pensamiento, mientras ellos (los que tienen el dinero) disfrutan de sus beneficios máximos y planifican las estrategias para mantenerlo, como describió Orwell o Maquiavelo, según convenga recordar.
El discurso incómodo
Los intelectuales han sido, desde épocas milenarias, incómodos. Pierre Bordieu sostiene que, para cambiar el mundo, es necesario cambiar las maneras de hacer el mundo. Por tal motivo, en situación de crisis, es el debate homogéneo la peor salida. En estos casos la función del intelectual se torna imprescindible porque no se ancla al método: encuentra el atajo, rompe el cerco, nada a contracorriente.
Respecto a esto, el sociólogo y pensador argentino Horacio González, apuntaba que la noción del intelectual es al mismo tiempo odiosa y atractiva. De no existir los intelectuales, toda persona que, ante cualquier núcleo de problemas, se dispusiera a reflexionar colectiva o individualmente sobre ello, tendría que ser considerado un intelectual situacionista. Un paso más allá daría si, notando que este asunto afecta también a otro grupo de personas, interviniera en los procesos para su erradicación: previendo, analizando y trabajando en la solución de la crisis. No sucede así con los “líderes de pensamientos”, como los define Drezner, encargados de adular los procesos que sustentan su existencia, despreocupados por como se afectan las masas.
“Lo que permite distinguir a un intelectual de un académico, un artista o un profesor universitario es una vocación por la intervención pública”, según apunta Maristella Svampa, profesora titular de la Universidad de la Plata. Me atrevo a agregar que es definitorio que su intervención la realice independientemente si gana con ello la aprobación de las masas.
Voceros del poder
Sin embargo, vemos remplazado al intelectual por intérpretes del pensamiento, o lo que es lo mismo: voceros del poder. Y, en el peor de los casos, están los intelectuales que tienen una opinión contraria a la dirección de las aguas, pero que en la crecida del río han ganado determinada comodidad y prefieren el letargo conformista del silencio, mirar el mundo a través de un celular, rechazando toda posibilidad de acción colectiva para la evolución del contexto.
A distancia del poder, el intelectual ha de construir su propio lenguaje de lucha, evitando prostituir su pensamiento en aras de alguna militancia política o por obtener beneficios económicos. Respecto a esto, Bourdieu sostenía que “un pensamiento verdaderamente crítico debe comenzar con una crítica de los fundamentos económicos y sociales del propio pensamiento crítico”.
No necesariamente hablo de un intelectual que se aparta de la política. El sociólogo y ensayista Eduardo Grünter menciona que “no significa que no pueda afiliarse a un partido, movimiento o agrupación política, incluso a un gobierno: pero no lo hace principalmente como intelectual, sino como sujeto o simple ciudadano”. La idea del intelectual orgánico, más allá del respeto por Gramsci, resulta un tanto discutible. El ente intelectual es “insanablemente solitario”, agrega Grünter, “es el famoso tábano socrático que dice siempre lo que los otros no quieren oír”. El sujeto común, que forma parte de los colectivos o partidos humanos, vive en constante tención por encontrar las respuestas. El intelectual, en cambio, no tiene más que preguntas. No obstante, cuando habla, cada palabra es un látigo, un golpe del que ya no hay retorno. Es la causa por la que muchos movimientos sociales y políticos les cuesta tolerar la figura del intelectual.
Palabras a los intelectuales
El investigador Ambrosio Fornet, al reflexionar sobre lo sucedido en la reunión de Fidel Castro con los escritores, artistas e intelectuales cubanos en junio de 1961, mostró que allí se les estaba preguntando a todos: “¿Cómo van a participar en este proceso? ¿Qué tienen ustedes que aportar a este proceso? Fue el modo de insertar el debate, apunta Fornet, “en función de un proceso de transformación”. La incipiente Revolución necesitaba todo el apoyo espiritual de sus pensadores. Era palpable el respiro de esperanza de un pueblo oprimido por décadas y el entonces Primer Ministro Fidel Castro supo que se necesitaría todo el apoyo del sector intelectual para hacer realidad lo escrito en La Historia me absolverá. Ningún otro alto mandatario cubano había visto la importancia de reunirse con los más importantes intelectuales de su país para escuchar las problemáticas que los afectaban e invitarlos a sumarse al proyecto.
Lamentable resulta como a principios de los años 70 la aplicación de la política cultural en Cuba se ve sometida a distorsiones y errores. “Intentos de implantar un canon estético excluyente, y tergiversados y empobrecedores raseros ideológicos”, expresó el periodista y crítico Pedro de la Hoz al relatar el asunto. Un molesto sesgo cuyos efectos se arrastraron por décadas. A partir del año 1976 se ve la intención de regresar a los conceptos establecidos por Fidel en Palabras a los intelectuales. No se puede concretar el éxito permanente de ningún proyecto social de tal magnitud sin tener en cuenta a los creadores y pensadores.
Deuda con la verdad
El intelectual sentirá una deuda con la verdad, y con ello, una deuda con la sociedad, como lo defendía Fichte. Su postura frente a las problemáticas que afectan su tiempo jamás será pasiva: será un Martí de letra y machete. Cuestionará el orden de las cosas y los mecanismos que genera el poder. Y si la libertad es la conciencia de la necesidad, como proponía Hegel, el intelectual se enfrentará con toda libertad a los razonamientos más establecidos para cuestionar los cimientos que los proponen.