Verdades y beldades en el consumo musical
La música y la cultura son creadoras de actitudes en el orden programático de los valores
Es hora de que la cultura cubana evalúe qué está pasando con los géneros musicales que la componen. Hace un tiempo, tanto la trova como otros formatos vienen cediendo terreno en los auditorios y las preferencias y se ha dado un fenómeno de aplanamiento del gusto de las audiencias en el cual el reparto (derivación del reguetón) ha copado toda manera de acceso. Hacer indagaciones en cuanto a la música no va solo de adentrarnos en sus vertientes técnicas o en el historicismo, sino en darle al tema del consumo todo el peso que requiere.
Recientemente vimos cómo, en la Casa de la Música, se dieron sucesos de muy mal gusto con cierto coro que aludía a cuestiones poco honorables. Con total normalidad, los presentes repetían la frase, sin que hubiese rubor, escándalo o la intervención de los que rigen el local. A ello me refiero cuando hablo de las jerarquías y de la imperiosidad por ordenarlas.
Y es que la música y la cultura son creadoras de actitudes en el orden programático de los valores, son crisoles de axiologías y por ende proyectan desde sus ángulos de acción aquello que es bueno, cool, aceptable o a la moda. Las generaciones se forman más en los salones de baile y en las discotecas, en los conciertos, en las tiraderas de reparteros, en los cabarets y en los centros recreativos que en las escuelas y en el marco de la familia. Además, allí prima el factor de la noción de grupo. Es ese “llamado de la selva” lo que acerca al ser humano más a su tiempo que a los ancestros, por contradictorio que parezca. De allí que los esfuerzos por reafirmar que los jóvenes consuman otros géneros solo porque son propios de la tradición no pasan de iniciativas con intenciones, pero que en la práctica son un fracaso. El consumo cultural se regula de manera compleja y en apariencia autónoma, si bien los intereses de mercado, de creación de ideas y de matrices están bien acendrados en el centro del fenómeno.
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La celebración cada año del Festival Longina que reúne a cultores y amantes de la trova no solo es un empeño del Ministerio de Cultura, de la Asociación Hermanos Saíz y de otras instituciones para solventar el crecimiento del gusto por otras regiones de la música, sino que se inscribe en la tradición de una ciudad como Santa Clara que siempre dispuso de un movimiento autónomo de este género.
Pero más allá de los espacios en los cuales se expresa el evento, lo que está primando es el acaparamiento de una axiología que nada tiene que ver con los valores de la trova. Hablamos de cómo un género que empodera, analiza, critica y propone como lo es la canción con contenido y poesía no posee el arraigo esperado; sin embargo, otro tipo de consumo que en apariencia es refractario, marginal, rebelde y descontrolado sigue fascinando. Hablo en este último caso del reparto como noción de los que sienten que no pertenecen al presente o al aquí y que buscan en la expresión sonora una identidad. En tal sentido, la trova tiene el reto de volver a ser la voz de esos grupos, de esos sectores y salirse de los marcos meramente intelectuales y con sabor a clase media en los cuales ha estado ejerciendo su ejercicio artístico.
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Precisamente si el consumo está en el momento deplorable que conocemos es porque otros géneros han dejado paso con sus lógicas de construcción a que lo marginal se adueñe del pensamiento y a que el pensamiento sea visto por sectores como un asunto de la gente que no es “de abajo”, sino incluso en un sentido opresor y clasista. Eso es lo grave de lo que nos está pasando y que por el momento no ha tenido un trabajo serio de parte de las instituciones.
La guerra cultural, la erosión de la identidad nacional, pasan por procesos de complejidad que van más allá de los lugares comunes que hemos visto. No es un McDonald colocado en la esquina o la imitación de un concierto de Bad Bunny por uno de los ídolos locales del reparto; sino la repartición de valores y de conductas a partir de un conglomerado de mecanismos de consumo y de validación de un ser humano en específico. Esas nociones de éxito y de aceptación que pasan por el tener y no por el ser son las que han cosificado incluso la critica social y las que colocan al reparto en un sitial reaccionario, por mucho que sus cultores son personas de extracción humilde y expresan de alguna manera la depauperación de los tejidos sociales. Entonces no se trata de una guerra en el sentido normal de la palabra donde el enemigo es reconocible y actúa desde un campo abierto, sino que en el carácter híbrido de este proceso se dan pérdidas de contornos, fronteras que se difuminan, imágenes que se pierden y siluetas que resultan inestables. Y es que las disqueras, las empresas y el poder corporativo conforman la industria cultural cuyos objetivos en cadena con el sistema promueven determinados valores.
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Hace un tiempo se viene hablando en los concilios de la cultura de este fenómeno, pero los abordajes no pasan de visiones maniqueas y de batallas que son simulacros. En cambio, la cultura de masas con su fuerza ha impuesto las lógicas de un mundo donde los dioses nuevos no dejan de devorarnos. En la era del reparto se han dado episodios de violencia, agresión verbal y simbólica, degradación de tipo sexual y de género; todo lo que un proceso descontrolado de la cultura puede ofrecer. Y no solo es culpa de las canciones, de las letras, de quienes las promueven, ni siquiera tenemos toda la carga en los que sacan ganancias económicas. Persiste en cambio una inacción en nosotros que nos hace responsables, cómplices de la basura ideológica y de sus consecuencias. Allí reside la raíz del mal, en no hacer nada, en dejar que las cosas pasen. Porque la guerra cultural más que por erosión directa, por agresión, procede por ralentización de la crítica y por adormecimiento de los poderes internos. Quien quiera ver aquí un programa belicista convencional está esperando a los conejos de España.
En cambio, cada vez que ocurre un hecho que está en sintonía con las letras de las canciones o se propaga un fenómeno relacionado (como el consumo de drogas, por ejemplo) estamos cediendo soberanía. Esas son las batallas en el campo de lo simbólico que poseen un correlato inmediato en lo que vivimos. ¿Está la sociedad cubana dispuesta a ser firme y educar a sus generaciones?, ¿o acaso estamos en un tiempo en el cual el dejar hacer nos juega la mala pasada a la manera del peor liberalismo? No podemos dejar que la ingenuidad, la ignorancia, el adormecimiento nos pasen factura. Si la trova no es más seguida es porque ya no responde a las expectativas de vida de una parte importante de la sociedad, que ha querido mirar hacia latitudes no solo de la cultura, sino de la economía y de la política que nos son ajenas.
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En la medida en que la llamada “alta cultura” sea solo alta y no esté en nosotros, la “baja cultura” nos llevará a las profundidades. Y aquí no quiero ser elitista ni trazar estrategias que conduzcan a la cancelación de algún tipo de consumo. Pero es indudable que con totailas no se va a hacer la belleza de un país. Y por belleza entiendo la decencia de nuestras personas, el respeto a las mujeres y la dignidad de su cuerpo, el ejercicio sano de la diversión y la alusión a las relaciones desde un marco de humanismo y de construcción de lo común. Es ese sentimiento del hogar, que proviene de las raíces grecorromanas, lo que nos acerca a lo propio. Se trata de una paz que no está solo en el aquí y el ahora, sino que nos remonta como civilización y reconecta el presente con la grandeza de la especie.
Si las totailas son para alguien algo que deba ponderarse, incluso como alusión pedestre a la beldad de la mujer; ese deberá ser un asunto privado, pero no tendente a la construcción de un gusto estético generalizado sobre el cual erigirnos. En cambio, con el famoso tema “Longina” de Manuel Corona, prefiero hablar del cuerpo escultórico, de la mirada, de la sonrisa y de la fragancia. Retomar esa poesía, hacerla nuestra una vez más, no excluye la existencia de géneros musicales, pero sí nos impone un reto: el de ser dignos de un pasado que se negará siempre a la muerte y más aún que estará alejado de la más vulgar de las proyecciones.