Cultura

Bandas sonoras para un criollo insular

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Cuba tiene una dimensión musical profunda y raigal

La música es uno de los elementos que construyen la identidad nacional y les dan un poderío diferente a los procesos de construcción de lo cubano desde lo sonoro. Por eso existen bardos cantores en las bases de la formación nacional de todos los países y, en el caso nuestro, tenemos que hablar de movimientos criollistas y de raigambre muy universal que cimentaron la ocurrencia de los ritmos más propios.

Cuba está hecha de la herencia de los hispanos, pero mezclada con el aporte de los desaparecidos aborígenes, con la huella de los esclavos que vinieron en las barrigas de los barcos en contra de su voluntad y que trajeron todo un acervo misterioso. Fernando Ortiz decía que el tambor le hablaba al negro sobre el linaje y el poder de su centro cultural y que solo cuando todos oyéramos esos ritmos y los valoráramos entenderíamos la conformación de una identidad que marca más allá de lo territorial y lo físico.

Y es que sin dudas la isla de Cuba y el conjunto de islas y de cayos que la rodean es el hogar de hombres y mujeres que saben recrear todo un lenguaje de signos a partir de la música. Uno de los más grandes escritores del siglo pasado, estudioso de lo que somos como parte de la identidad del Caribe, Alejo Carpentier, hizo una de las historias de la música cubana más fehacientes y completas, yendo a las iglesias de pueblo, indagando en archivos, entrevistando a los protagonistas de la cultura. Hay quien piensa en José Martí y se acuerda de que en su diario de campaña se hace alusión a los sonidos del campo y de sus habitantes e incluso a cómo el Maestro le hallaba una musicalidad a la palabra cubano, un no sé qué y un misterio que justifica todo tipo de sacrificio. La música nos construye un país y nos asegura que poseemos una historia de glorias, de caídas, de reconstrucciones, de abismos.

En el presente es la música la que nos salva y nos lleva de la mano hacia procesos en los cuales no queda elidida la luz de este país. Hay que mencionar que aun en los tiempos duros que corren hemos encontrado alegría para construir un ritmo, una conga, un festejo. No para enajenarnos de los líos reales y concretos, sino para verlos en una dimensión no tanto dolorosa como humana y ética. En nuestro país existen excelentes compositores que han hecho la banda sonora de las épocas. Conozco personalmente a José María Vitier, quien posee una de las estirpes más ilustres en cuanto a familia, pero eso no lo hace arrogante, sino humilde y grande en la propuesta de su obra. Ir a un concierto de él es asistir a un momento de buen gusto, a un encuentro con la cultura y sus muchas caras. Lo mismo pasa con otros, por ejemplo, Edesio Alejandro, quien es el autor de importantes piezas para cine que los cubanos escuchamos y siempre relacionamos con una parte de nuestras vidas. Ese es el sentido de la música, a ese destino queremos llegar los que vivimos en estas islas cuando encendemos el equipo reproductor y salen los acordes. Y es que los ritmos son zonas de la mente, son una especie de país que portamos con nosotros y que vamos a reconstruir sin que nos interesen las circunstancias. Para Edesio Alejandro siempre estará la famosa banda sonora del filme Clandestinos y sus escenas icónicas. Esa es la región de los recuerdos que marca a los cubanos y que nos hace formar parte de una comunidad consciente de su valor, de su belleza como grupo, de su particularismo.

He querido tener en cuenta a dos figuras de lo más sobresaliente de la música porque los considero los dos extremos de un contrapunto. Si José María es lo clásico, el peso de los siglos que gravitan sobre nosotros y de la familia augusta que ha aportado a la cubanidad desde las artes y las letras; Edesio es la posmodernidad galopante que actualiza los códigos, que establece una nueva pauta y que fusiona aquel pasado con un presente lleno de estridencia y de interrogaciones. Vitier es la firmeza y Edesio es el lenguaje que se trasmuta, la locuacidad de los acordes y lo maleable de la música en las manos de un genio que no quiere suscribir ninguna de las escuelas, pero que bebe de todas. Esa es la Cuba que queremos, la de la diversidad, la de los hombres inmensos que aman la belleza y la verdad y que saben que todo eso proviene de un mismo tronco que es la esperanza de una nación fundada en el espíritu de Martí.

La música es quizás lo que nos ha de quedar si algún dia nos pasa como lo prefigura la metáfora de la sonda espacial y la humanidad desaparece, dejando solo el eco de las sinfonías, de las óperas, de las sonatas. Y Cuba, como parte de ese concierto de lo que somos como personas, estará con sus congas, con sus rumbas, con la guaracha, el danzón, el son. Uno de los discos que más aprecio en mi colección personal es una adaptación de las principales piezas del maestro Johan Sebastián Bach si ese hubiera nacido y vivido en Cuba y ahí están los famosos conciertos de Brandemburgo llevados a los ritmos caribeños con tumbadoras, rejas, cencerros y tambores batá. Pero es que esa mezcla universal ya aconteció hace mucho en la cabeza de grandes como Caturla, quien fusionara la música de concierto con las sonoridades de los bembés criollos en los cuales tocaban los ases del guaguancó de la ciudad de Remedios.

Esta metáfora encierra mucha más realidad que todas las obras científicas en torno a lo identitario. Se trata de nuestra esencia, se trata de nuestra banda sonora.

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