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Nombre propio

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Tu primera pertenencia en el mundo, la única que trasciende tu partida, y a veces da cada problema…

Le debo una crónica a una amiga del wasa de Senti2. Hace como tres meses, si soy justa. Se la merece porque resistió el chucho de Jorge durante toda una mañana, y cada vez que coinciden pone carita de “¡Allá va eso otra vez!”.

El reprendimiento jocoso es por el nombre de la muchacha, que no tiene nada de raro o inusual, pero se me ocurrió contarle que su mamá quería otro, sacado de una novela de su juventud, y el humorista no me dio tiempo a explicar por qué la inscribieron con uno parecido y no el deseado.

Con decirles que se pasó ocho de los once kilómetros que pedaleamos hasta Santa María del Rosario aquel día haciéndome toda una versión verbidramatizada del momento de llevar a la niña ante el Registro Civil, y de ahí derivamos a cómo la burocracia se ceba en algunas criaturas y les endilga un patronímico que no era el acordado en familia, a veces por impronunciable o impúdico.

¡Y lo difícil que es llegar a esos consensos sin herir sentimientos, sobre todo de tías, abuelas, madrinas y sus variantes masculinas! (Los hombres también tienen sus aspiraciones de trascender en el clan, que conste).

El caso es que Liz… (¿Vieron qué simple? El ensañamiento de Jojo fue gratuito, y ni siquiera la conocía cuando se inventó el guión tragicómico sobre su derecho a la existencia entre papeles y sistemas informáticos).

Como les decía: el caso es que la nena debía ser Lil, como la de los ojos color del tiempo (linda lectura, búsquenla), y terminó con un vocablo que en griego significa, literalmente, “nombre propio”.

Sí, ya lo sé, pura ironía. Pero me la callé hasta hoy para no echar más leña al fuego de las ocurrencias del chistoso profesional que tengo en casa. También significa “Promesa de Dios”, y tampoco lo dije para que el gracioso no empezara a jurarme por Liz cuando intentara sacar el cuerpo a las tareas hogareñas.

Como la vida es pura sincronía, poco después de aquel enredo me vi metida en otros con el asunto de los nombres reales y conocidos de mis ancestros inmediatos, y topé con decenas de personas que pasaron por la misma Lizocracia.

(De película los errores al transcribir de los grandes libracos que en siglos anteriores daban fe de la existencia humana, y por ende de sus derechos y los de todos sus descendientes en tres o cuatro generaciones).

Entre mis atribulados compañeros en este viaje de nombrar las raíces, recuerdo varios que me encantaron. Uno era el de un joven que trataba de entender por qué su inscripción literal de nacimiento decía Julia y no Julio, y por ese despiste de una registradora con sueño ya no podría ser nieto de la madre Patria sin movilizar toda una parafernalia de testigos ante un tribunal para subsanar el importante error.

El otro fue el de un señor atacado porque su difunta tía se llamaba Lesbia Ana y no sólo Ana, como juraban todos en casa. Su rostro pasó por más tonalidades de rojo de las que puede identificar un ojo masculino (según la ciencia, a mí no me crean), y la lucha entre sus prejuicios y la conveniencia de continuar el papeleo y heredar el casón era más que notable, para diversión de los presentes.  

Casos cliché, dirían ustedes, y no es mentira, pero tal vez por eso son los que mejor recuerdo… También había un Pablo inscrito como Paulo, que desató una polémica bíblica entre los aburridos de la cola, y una Teresa Auxiliadora que jamás reveló ese segundo nombre, hasta que la notaria lo soltó en su boda una década atrás, y desde entonces no hay quien le quite el Calcuta como mote “cariñoso” de amigos y familiares.

Mientras escribo, por el pasillo abierto para paliar el calor entra el jolgorio de tres vecinas y un visitante que intentan arreglar el mundo en plena calle. Yo los conozco como Lucy, Katy, Real y Tito, pero si alguien viniera a preguntarme por ellos para ayudarlos en un trámite oficial, no podría hacerlo: esas no son sus gracias de bautismo, y no creo que nadie se las sepa en estos entornos.

Al menos Liz es Liz, aunque le toque soportar de vez en cuando los embates de Jojo, quien ya incluyó la broma entre las repuestas icónicas de nuestros particulares códigos de comunicación.

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