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Asaltemos la historia, cada vez que sea necesario

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Cuando se habla de ese motor pequeño que impulsaría el motor grande la Revolución, ese asalto a la historia que protagonizaron un grupo de jóvenes revolucionarios cubanos aquel 26 de julio de 1953, no puede ni debe verse nunca como una simple consigna, como un hecho lejano, como algo de los libros de historia.

Se trata de un suceso que removió los cimientos de un país y diría más, de un continente, de un espacio temporal y geográfico para reafirmar un camino del que se venía, una tradición de lucha.
 
Fue, además de una necesidad histórica y una urgencia a gritos, una enseñanza: no hay otra forma para alcanzar la independencia y la libertad definitiva de un pueblo, cuando ya se han agotado todas las vías posibles en paz, que tomar las armas, lanzarse a la pelea a pecho descubierto, con la convicción de que nada es más importante que el deber con la Patria que nos vio nacer.

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Tampoco las Revoluciones y los hechos como esos – que las definen – son espontáneas, son resultado de años, de generaciones, de acumulación de injusticias, engaños, de ignominia y dolor acumulado, de esperanzas contenidas, de una ideología y un sentir colectivo y supremo que va mucho más allá de las aspiraciones individuales.

En ellas se triunfa o se muere, como bien sabemos los cubanos, por eso también hemos tenido que asaltar la historia tantas veces, lo hacemos una y otra vez en el andar cotidiano, ante cada desafío, obstáculo, amenaza. Quizás de esa fuerza común, de esa ideología enraizada, martiana como la de aquella Generación del Centenario, es la fuerza y el aliento para seguir, aún en las peores circunstancias.

No tengamos temor nunca, por volver las miradas con orgullo y pasión a aquel 26 de julio, a ver en el rojo y negro que surcó la batalla posterior la sangre derramada y el luto de un pueblo que perdía a sus hijos en la flor de su juventud. Veámoslo como el rescate de la necesaria memoria colectiva de una nación que fue capaz de dar lo mejor de sí para no dejar morir su historia, a sus héroes y mártires, para rescatar la dignidad mancillada, la rebeldía de una isla irredenta que prefería hundirse en el mar antes de volver a ser esclava.

Se trató entonces – y se trata hoy – de lo que significa ser cubanos, de ese deber irrenunciable en el que nos va la vida, y por lo cual habrá que asaltar la historia cada vez que sea necesario.

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