Género e inclusión

Pura apariencia

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¡Bien arreglada estuvo esa generación que intentó ser “mujer de su casa” sin renunciar a darse ciertas alegrías!

Según dice una vecina, en materia de sexo los tiempos no cambiaron mucho. Eso sí: la gente se ha vuelto más descarada para reconocer públicamente sus relaciones, muchas o pocas.

“La gente”, claro, son las mujeres. Los hombres nunca tuvieron muchos reparos en contar sus aventuras, y hasta en inventarlas si era menester. Un casado elegía el público al que narrar sus peripecias, pero a la larga preferían el cartel de mujeriego y no el de monovaginal.

Una dama, en cambio, solo podía “acabar con el mundo” si tomaba precauciones para que poca gente guardara insumos de chantaje contra ella, y se cuidaba de empañar su prestigio con fotos o recuerdos comprometedores.

O sea, tenía que aprender a “bañarse y guardar la ropa” si quería salirse del testero, así fuera soltera o divorciada, mucho más si tenía hijos… ¡y ni que decir si eran hijas!

La charla bajo mi ventana era para amonestar a una jovencita del barrio, y por su contenido calculo que la chica tiene una lista de amoríos más larga que el censo de Centro Habana…

O no: a esa misma mujer le escuché decir, 20 años atrás, que su sobrina podía hacer una cerca de esas de las películas del Oeste si ponía uno junto al otro los atributos de los hombres con los que había tenido intimidad.

Aunque no se lo dije entonces, creo que sus palabras brotaban más del rencor que de una moralidad auténtica, porque sí, tuvo un solo hombre por casi 50 años, pero esa entereza no era recíproca. Era aguantona para lucir superior.

La generación de mi abuela fue muy sufrida y soportó muchas tentaciones y traiciones a la callada. La de mi mamá fue más hipócrita, como ahora sé. Muchas Macarenas enfrentaron la vida solas, pero sí que les dieron alegría a sus cuerpos mientras alguien cubría la retaguardia en el hogar.

Había más posibilidades de zorrear, dice una amiga de esa camada. Entre hoteles, moteles campestres y posadas (¿alguien las recuerda?), era más fácil y hasta romántico ese escarceo fuera del currículo oficial, fueras casada o soltera.

Y era obvio ¿no? Todos esos hombres de “canitas al aire” necesitaban contraparte y por lo general buscaban mujeres, sobre todo las de nuevo tipo en la época: independientes en su economía y menos inhibidas en el colchón.  

A mí hoy me parece picúa, incluso naif, esa compartimentación entre la vida sentimental o erótica y las funciones de madre, hija o jefa de núcleo, pero entiendo el peso de la cultura y los prejuicios en tal decisión, que rara vez tomé, y creo que mi hijo salió beneficiado de eso.

En cuanto a mi madre, yo recuerdo algunos visitantes, sobre todo colegas de su mundo profesional, que me resultaron sospechosos, pero me consta que ni mi abuela sabía la verdad detrás de aquellas recogidas para asistir a una reunión, o a un recorrido por obras importantes en otras provincias.

Mi supermoderna mamá quería estar al tanto de todos mis devaneos adolescentes y potenciales enamorados, pero me dejó pensar que era una infeliz divorciada con tres hijos sin tiempo para amarse, y ni ella misma puede explicar por qué.

Recuerdo un par de casitos peculiares, gente de categuria de quienes cualquier mujer estaría orgullosa (no por los cargos, sino por la personalidad agradable), a quienes incluso invitó a almorzar, con miles de advertencias a la familia.

 Ahora sé que por sus sentimientos pudieron ser algo más en su vida, si ella hubiera dado mayor crédito a esas relaciones en lugar de vivirlas con el miedo de “llevar padrastro a casa”, algo mal visto sin necesidad.

Además, aquel asunto de “esconder la ropa” traía algunos equívocos super vergonzosos, fruto de una incoherencia que muchas hoy dejamos atrás, ¡y allá quien lleve cuentas de los horcones usados para levantar el cercado!  

Recuerdo que uno de ellos vino un día en su carro a buscarla para una reunión muy importante (dijo ella), y como aún no acababa el proceso de acicalarse, mi abuela quiso ofrecerle café al señor mientras yo le daba conversación para llenar el tiempo y testear intenciones (una prueba habitual: si un hombre me miraba dos veces al sur en casa no entraba más).

Mientras la abuela avanzaba por el pasillo con el pocillo más común del mundo, mi madre la paró en seco y la hizo virar a por fuente, taza y agua acompañante, como manda el protocolo…

Al rato se apareció la viejita con la temblorosa loza de alcurnia y un gesto de evidente mortificación: “El café se enfrió, lo siento…”, dijo mohína, y sin pensarlo mucho le soltó al visitante: “Yo me esmeré, sabe… pero dice mi hija que usté es un viceministro y no me dejó traerlo como quiera, pero acabaíto de hacer…”.

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