A pie de estribo
Se puede ser casi un niño y tomar rumbo supuestamente equivocado, para continuar (siguiendo), rectos, los pasos de un hermano mayor, acaso hasta desoyendo el silencio revelador de la familia.
Se pueden echar a un lado seguras comodidades del césped hogareño para empezar a andar, todo el tiempo por venir, sobre campos minados de peligros y de adversidades.
¿A cambio de qué provecho personal? Ninguno más material que las ideas, valores y convicciones traídos en vena, de la cuna, de las raíces…
Y ajustarse bien las botas y las espuelas para hincar los ijares del tiempo, mediante «locuras divinamente locas» como asaltar fortalezas de pura muerte artilladas hasta los dientes, ganarle la partida al Modelo de la penitenciaría, dejar atrás la tierra amada, pulir como diamante el difícil arte de poner ojo y bala en el mismísimo punto, mientras por todo el mundo otros, de igual edad, vacían cargadores completos en conquistas de amor…
Puede un hombre, tan joven aún, tragarse las náuseas de un infernal vaivén en mar bravío, pidiéndole permiso a un pie para darle descanso al otro, a bordo de un pequeño yate, en el que solo un milagro podría «acomodar» 162 botas más –con los cuerpos que calzaban–, mochilas y todo lo útil para desafiar la muerte en quién sabe cuántos combates armados.
Y ser bautizado no solo con Las Coloradas aguas del rojizo mangle, a pecho y barbilla, sino también con irreverente pólvora, en metralla de aviación rasante. Y salvar el pellejo por obra y gracia del futuro, y reencontrarse luego bajo Cinco viriles Palmas con aquel mismo hermano –y un puñadito de seguidores– seguro, ahora sí, de la victoria en una guerra a todas (oscuras) luces ¿perdida?
Se puede, ¡cómo no!, arrebatarle al enemigo fanfarrón hasta la fe que jamás tuvo; andar, mandar y comandar de Frente; allanar nueva vida en la vieja montaña y darle toda su justa altura al llano; conquistar la paz, convencido de que no se puede perder la misma guerra que luego se seguirá ganando bajo el puro y pacífico concepto de evitarla a toda costa, preparándose sólidamente para ella.
Puede un hombre apoyar, a lo largo y ancho de una vida entera, la cabeza sobre la almohada durante menos horas que muchos otros, incluso en medio de verdaderos «dolores» que millones de cabezas ni imaginan.
Un hombre puede todo eso y mucho más. Puede continuar siendo el mismo ocurrente y jovial serrano de ayer y antes de ayer, burlar las zancadillas físicas y mentales de los 80 años, saltar como un veinteañero la varilla de los 90. Y puede, tres calendarios más acá, mantener la bota muy bien afincada en el estribo, listo para cabalgar y decir ¡voy!, a la hora en que Cuba lo llame.