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Fin de un Calendario

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La escena final de Calendario (Cubavisión, domingos después del Noticiero Estelar) resumió un planteamiento recurrente de la teleserie: el don regenerador de la resiliencia. La persistencia de una profesora, el empeño por recomenzar una y otra vez un camino difícil y desafiante, pudiera ser asumido como inspiración para los tantos que en este país enfrentan situaciones complejas, agudizadas por las sucesivas crisis. Los que buscan en el arte evasión (que es una búsqueda muy legítima) no la encontraron en Calendario. Pero sí esperanza, aliento, recreación comprometida de un contexto.

El hecho de que todas las tramas no tuvieran el clásico desenlace feliz puso, hasta cierto punto, en crisis el esquema del folletín de toda la vida. Pero la serie no pretendió ser nunca una telenovela, por más que utilizara resortes de ese género. Hubo conflictos duros, posiciones irreconciliables que fueron sometidas a escrutinio. Pero se rehuyó siempre del didactismo simple o la monserga ejemplarizante.

La teleserie debió lidiar con la emigración de algunos de sus actores (la emigración, de hecho, es uno de los temas de la propuesta) y eso atentó contra ciertas lógicas del argumento: historias importantes debieron ser modificadas o sencillamente despachadas de una temporada a otra. Por suerte, el núcleo principal permaneció y eso garantizó una coherencia esencial.

El vuelo de la factura también distinguió a Calendario. Sin necesidad de alardes tecnológicos, la puesta cumplió con estándares más que elementales de calidad. Habría que tomar nota de las singularidades del diseño de producción, que pudieran ser aplicadas a otros dramatizados televisivos. Pero el mérito mayor lo tienen los realizadores, que han hecho su trabajo con rigor y suficiencia.

El listón ha quedado alto. Ojalá que la serie haya sido acicate. 

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