Con la vergüenza de nuestra historia
Corría el año 1871, escaseaban los recursos para la guerra y alguien le preguntó al Jefe de las Tropas del Camagüey con qué contaba para seguirla. Su respuesta trascendió aquella conversación: El Mayor continuaría luchando por la independencia de Cuba como fuera. Ya lo había dejado claro tres años antes, estaba convencido de que Cuba no tenía más camino que las armas para conquistar su redención.
Ignacio Agramonte, un hombre con quien estamos en deuda todavía, tenía solamente 30 años cuando respondió: «Con la vergüenza» o «con las vergüenzas», pues la historiografía lo recoge de las dos formas, y las dos bien pudieran haber sido respuesta de aquel que no perdía la educación, ni siquiera en los momentos más complicados.
Esa vergüenza, que lo colocaba al frente de la caballería como un verdadero líder en el combate, lo llevó, el 11 de mayo de 1873, a dar la vida por lo que creía, por lo que quería para los suyos, en un ya probado combate –y a veces mal nombrado escaramuza– en el Potrero de Jimaguayú. Su muerte fue irremediablemente dura, no solo para sus tropas, también para la guerra, e incidió en el desenlace final de la contienda del 68. Agramonte, por su juventud y liderazgo, estaba llamado a ser el futuro jefe de la Revolución.
Quienes creyeron que desapareciendo su cuerpo, quemándolo, y luego lanzándolo a una fosa común, borrarían su huella, se equivocaron como siempre se equivocan los que odian y destruyen.
Hoy los cubanos apelamos a aprehender de su legado, para, en las circunstancias actuales, seguir apostando por un modelo singular de país, por una sociedad más justa y un mundo mejor. Ante los cabildeos, los intentos de desestabilizar el país e imponernos un sistema cómodo para los colonialistas de este siglo, a Cuba no le queda otro camino que seguir luchando con las vergüenzas, con la vergüenza de nuestra historia.