Olores en la memoria
De nuestros cinco sentidos, el olfato, quizás, es el menos valorado. Sin embargo, es muy importante; no por gusto tenemos millones de neuronas sensoriales olfativas conectadas a nuestro cerebro para identificar cada aroma y enriquecer nuestra relación con el mundo que nos rodea.
Parece increíble, pero sí. Percibir olores es más que una función “normal”, es necesario. Si no, piense en cuando está acatarrado y pierde la oportunidad de olfatear. Es común que ni al marisco le hallamos sabor. Así sucede con la vida.
Desde que nacemos, respiramos y tenemos intrínseca esa otra facultad. Así, en principio y sin concientizarlo demasiado, somos capaces de reconocer a nuestras madres, de identificar la comida que nos encanta, de emocionarnos tanto si en la calle nos sorprende el perfume de nuestra persona querida como cuando llegamos a un sitio y encontramos una familiaridad que muchas veces no sabemos definir, y puede ser por lo que olemos.
Sin dudas somos un coctel de nostalgias, y en parte es por este sentido. Seguro alguna vez se ha descubierto volviendo al pasado, a un contexto determinado. El olfato está estrechamente vinculado a nuestra memoria, por eso nos lleva a lugares y personas. La respuesta está en que el cerebro discrimina y retiene más olores que imágenes, por ejemplo, aunque siempre creemos que somos más visuales, pero no. Y todas esas experiencias olfativas las almacenamos y, por muy engavetadas que las creamos tener, despiertan cuando volvemos a olisquear.
El olor es como la huella de todo. Absolutamente nada carece de esa propiedad, y es tan particular que, ni el perfume —con su fórmula exacta— huele igual en una persona o en otra porque, además, somos seres olientes y únicos. Ya lo dijo Jean-Paul Sartre, “Cuando olemos otro cuerpo, lo poseemos al instante, como si fuera su sustancia más secreta, su propia naturaleza”.
Y esto me recuerda a otro Jean, pero Baptiste Grenouille, el famoso asesino de Patrick Süskind obsesionado con el tema, cegado por la seducción de ciertos olores para nuestras mentes.
En la vida real no se manifiesta de la manera dramática que nos relató el alemán, pero cierto es que, estudios psicológicos aseguran que los corporales influyen en el atractivo de las personas. Poseen un poder embriagador.
Fotografía tomada de https://www.lasexta.com
Me descubro, entonces, un poco Grenouille olfateando de manera consciente y haciendo apuntes mentales de cada vestigio como si fuera un tesoro agradable y valioso para la construcción de mis recuerdos.
El olor es nuestra esencia, ofrece información, nos delata e individualiza como una huella magnífica en su diseño, porque es irrepetible. Sin embargo, la modernidad es sinónimo de desodorización porque creemos que así tendremos ambiente aséptico. Asumimos con sospecha aquello que olemos, aunque emane de nuestros propios adentros.
A pesar de la autocensura sugerida por la civilización, y de toda esa batalla por escondernos de nosotros mismos, somos animales olfativos, y el instinto no se puede borrar. En cada experiencia estamos ahí, como sabuesos, buscando desenmascarar al otro por encima de cada agrego odorífico, y contribuyendo, de modo instintivo, a nuestro archivo mental.
Deberíamos darle a este sentido el lugar que merece porque no es insignificante. Una disfunción olfativa sería pésima para el disfrute, tan malo para el gusto como para la remembranza, además nos sirve para detectar amenazas como un alimento en mal estado, una fuga de gas o un incendio. De modo colateral puede traer problemas de nutrición, incluso ser señal de alarma ante enfermedades como Parkinson, Alzheimer o esclerosis múltiple.
En resumen, los aromas son efímeros porque rápido se desvanecen, pero, gracias al olfato, nos ofrecen placer, nos llevan a otra dimensión, nos despiertan la memoria como un resorte; poseen un poder mágico, persuasivo, a veces hipnótico, porque pueden cambiar cómo nos sentimos.