Huele a petricor
Hay olores a los que ponerle nombre resulta imposible: el del escaparate de la abuela, el de aquellas lágrimas, el del viejo libro…
Así sucede porque el olfato es de los sentidos más primitivos, no es analítico. Funciona a través de receptores que detectan moléculas en el aire, pero el cerebro no encuentra cómo asignar nombres concretos a esos estímulos.
Es de esa forma que nos conformamos con asegurar que huele «a quemado», «a campo»…
También no son pocos los que afirman que «huele a lluvia», y lo hacen porque no saben que sí existe una palabra para ese aroma: petricor.
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El vocablo proviene del griego petros, «piedra», y de ichor, equivalente a «el fluido que corre en las venas de los dioses», y justamente hace referencia a ese aroma tan agradable que emerge de la tierra cuando recibe la lluvia y aun antes de que el aguacero caiga.
Sucede que ese aroma, percibido antes, durante y después de la lluvia, es resultado de un aceite exudado por determinadas plantas para retardar su germinación y crecimiento, el cual se acumula durante períodos secos y se combina con bacterias que viven en el suelo.
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Dichas bacterias, al conjugarse con la lluvia, generan una molécula denominada geosmina, que es también responsable del llamado olor a petricor.
De todos modos, más de uno arrugaría el entrecejo si alguien, asomado a la ventana, exclama: ¡huele a petricor!
Y, de conocerla, es muy probable que García Lorca hubiera desdeñado tal palabra para mejor escribir, como hizo:
Ha besado la lluvia al jardín provinciano
dejando emocionantes cadencias en las hojas.
El aroma sereno de la tierra mojada
inunda el corazón de tristeza remota.