Los precios de la mentira
En su tablilla no están los precios que son. Ahí, como si fuera un altar a lo sagrado, están los precios que deberían ser, los que tiene que ver el inspector, no los que va a pagar usted si deseara adquirir un producto cualquiera.
Las carretillas y puntos de venta, considerados como una opción más para que los ciudadanos pudieran comprar malanga, boniatos, frijoles, hortalizas u otro alimento salido del campo, se vieron casi deformadas desde su aparición.
Primero, ¿quién provee al carretillero? ¿De dónde salen esas producciones que apenas se ven en otro tipo de establecimientos dedicados a la comercialización de productos agropecuarios? ¿Acaso se desvían de las contrataciones o es que nunca fueron contratadas? ¿Son de un productor independiente?
El caso es que poco interesa eso al que sabe que en ellas puede encontrar lo que no hay en mercados o placitas. Uno conoce ya las que están mejor surtidas, en cuáles te pesan con mayor exactitud, dónde los alimentos están más frescos, y uno va hasta ellas a sabiendas de que el precio no siempre es el topado, pero al menos ahí quizás estará lo que buscas.
Y uno llega feliz porque ve que tiene de todo, literalmente de todo, verduras de estación, viandas, frijoles, puré de tomate, ajo, ají, habichuelas, y rápido saca las cuentas en la cabeza; eso es matemática de bodega, porque, además, casi siempre se va a esos lugares con el dinero justo.
Precisamente, cuando te quedas contemplando la tablilla, el muchacho de enguatada y sombrero que vende te dice con una tranquilidad pasmosa que esos no son los precios.
No, esos son los topados, los establecidos por los gobiernos municipales y provinciales, porque en un territorio u otro, un producto puede tener una diferencia, casi siempre mínima, según el volumen de producción.
Esos no representan el valor real de lo que allí se vende. Ese precio es solo para el inspector de la Dirección Integral de Supervisión, para el resto de los mortales la malanga roza los 100 pesos, el pepino los 60, los frijoles 400 y así, para qué seguir contando.
Lo más triste es que todo el mundo sabe que ese punto de venta, fijo o móvil, no vende según los precios pactados. Eso es una realidad más grande que Pinar del Río.
Entonces el que va a buscar malangas para un enfermo o un bebé tiene que soportar que en su cara le digan, “esos no son los precios, son estos otros”. Y ahí te destrozan el cálculo y el bolsillo, y a veces hasta el corazón, porque el dinero no te alcanza para tanto.
En primera persona, pesado para el Periodismo, las historias de este tipo se cuentan mejor: “¿Y si te digo ahora mismo que soy inspectora? -Me tienes que enseñar el carné y matarme aquí en el puesto, contestó él. Usted sabe lo que pasa, -prosiguió- que me obligan a subirle el precio, porque en el campo ya no se consigue fácil, por lo que, si te vendo barato, ¿qué gano yo?”.
Es increíble, con tanto que ha hecho este país para eliminar los intermediarios en las cadenas de comercialización desde el campo hasta la mesa del cubano.
Este es un problema que no parece tener solución, y en el que el más perjudicado al final es siempre el trabajador, ese que no siembra porque trabaja en una oficina, enseña a tus hijos, cuida y cura a tus enfermos, atiende al público, presta un servicio.
Algunos prefieren que se eche a perder una mercancía antes que bajarle el precio, porque es tan alto el valor inicial, que con par de libras que expendan ya tienen ganancias.
En un contexto como el actual eso no debería pasar. Y para ello tienen que trabajar de conjunto todos los organismos reguladores, pero hacerlo desde ya, ahora que se acerca el fin de año.
A este paso, cualquiera sabe cuánto costará para el 31 de diciembre un pedazo de carne de cerdo, una libra de frijoles y otra de tomates.
Una última acotación, también venden cartones de huevos quienes comercializan los productos del campo, o al menos admiten que los exhiban al lado de sus alimentos en venta. A la luz del día cuestan 2 000 pesos, y habría que ver de dónde salen y quién puede pagarlos.
(Tomado de Guerrillero)