Entre Cuba y la esperanza
Un absoluto desacierto tuvo aquella quiromántica que le profetizó a Fidel, en plena adolescencia, que viviría poco. El Comandante en Jefe del pueblo de Cuba burló la muerte tantas veces que enumerarlas podría parecer exagerado. Pero así fue. La historia, que no miente, guarda cada uno de los triunfos que aquel hombre singular colocó sobre la parca, y solo después de haber vivido 90 gloriosos años, abandonó el mundo, en el que dejó su preclara obra.
Los hombres de honor no se hacen de la noche a la mañana. Los rasgos del carácter asoman desde los albores de la existencia y van labrando la personalidad definitiva, que fragua compactando virtudes y desterrando lo que no cabrá jamás en los seres dignos. Actitudes, situaciones, desenvolvimientos avisaron antes que aquel muchachito traía dentro de sí una generosidad desbordante, una inagotable inteligencia, un sentido de la justicia a toda prueba y la irreverencia a cualquier costo ante lo inadmisible. Tal vez por eso, cuando muchos de los que conocieron a Fidel de niño y de adolescente supieron, por las noticias, que había sido él el que asaltó el Cuartel Moncada, no se llevaron la gran sorpresa.
Tal como concibiera a los niños José Martí –la más elevada figura que inspiraría su destino–, fue el niño Fidel, quien pensó en todo lo que sucedía a su alrededor. Amó los libros y el conocimiento. La curiosidad, que no lo abandonaría nunca, le abrió las puertas de muchos saberes, consolidados por la lectura y la férrea autoexigencia.
La Universidad –donde, dijo, se hizo revolucionario, martiano y socialista, donde aprendió «las mejores cosas de mi vida; porque aquí descubrí las mejores ideas de nuestra época y de nuestros tiempos»– fue el escenario en que se consolidó su irrefutable madurez política. La penosa situación del país se le enquistó en el corazón y se propuso cambiarla. Hacerlo significaba derribar un poderoso aparataje imperial que por décadas subyugaba a Cuba.
Manos a una obra colosal, la de la Revolución Cubana, que costó tanto sufrimiento y sangre de jóvenes excepcionales, fue, desde entonces, la palabra de orden, a la que se sumaron cada vez más cubanos, dispuestos a seguir a su ya indiscutible líder, Fidel Castro Ruz, el promotor de las antorchas encendidas, que anunciaban la presencia martiana en una generación que no dejaría morir a su Apóstol nunca, mucho menos en el año de su centenario; el de la rebelde estatura, ensanchada en la Sierra Maestra; el de la victoria del 1ro. de enero, aclamada por toda una Isla.
Desde entonces, Fidel vive en su Revolución.
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Cuando estaba en el mundo de los físicamente vivos, incluso hasta muchos de sus enemigos le reconocían la eternidad y lo concibieron como una leyenda real. Valor, sagacidad, liderazgo, visión de futuro, integridad y –sobre todo– su ingente obra humana, sustentaban la inmortalidad que desde entonces ya se le atribuía. Después de su natural muerte, nadie que lo haya conocido bien habla de él en pasado.
Hoy, que contra Cuba se esgrime la más brutal y larga asfixia económica que ha padecido país alguno en el orbe; que el gobierno más poderoso del mundo pretende aniquilar a un pueblo negándole el derecho a la existencia, por sostener las banderas que Fidel conquistó; que se mancilla hasta el cansancio a nuestros dirigentes –que sabemos y vemos al pie del cañón para combatir dificultades– lo sentimos cada vez más cerca.
Fidel no es un extraño en el desvencijado mundo en que vivimos. Su amor por la humanidad lo hizo advertir al planeta de peligros que hoy se hacen cada vez más frecuentes. A su encuentro vamos porque llega siempre, porque no se va. Fidel nos acompaña en cada batalla que libramos, que son muchas y siempre duras.
Desde siempre, Fidel es esperanza. Lo fue cuando la Patria se desangraba con verdaderas dictaduras; lo fue en el triunfo luminoso de la Revolución y, desde entonces, y hasta hoy, sigue siéndolo para los pobres del mundo. Lo es para Cuba, optimista y fiera, que lo lleva en su alma generosa. La esperanza es siempre contemporánea. Si Cuba resiste es porque aquí está Fidel.