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Tiburones, del mito a la broma

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Cuando la Universal, fiel a su historia en el género, estrenó Tiburón (Steven Spielberg, 1975), la mítica película de terror que transformó los conceptos de este tipo de cine, nadie podía imaginar a cuánto serían reducidos los escualos fílmicos del presente.

En verdad, la progresiva autodegradación del denominado «subgénero de tiburones» comenzó pronto, a partir de las propias secuelas estadounidenses, de las cuales Spielberg se alejó por considerarlas un «truco de carnaval barato», algo que ya se adivinaba al verse Tiburón 2 (Jeannot Szwarc, 1978), pero que quedaría bien claro, sobre todo, tras las infames El gran tiburón (Joe Alves, 1983) y Tiburón, la venganza (Joseph Sargent, 1987).

Pese a la paulatina reducción de la taquilla ante tales producciones, siempre sería redituable emprenderlas, y es así que, del otro lado del Atlántico, el realizador italiano Enzo G. Castellari se metería a estas rojas aguas por intermedio de El último tiburón (1981), vista en salas cubanas como las anteriores, e igual de deficiente.

Dicha producción serie b de bajo presupuesto y mucha sangre preludiaría la posterior subordinación total del subgénero a cuanto se conoce como sharksploitation (escualos ya salidos de todo molde imaginativo posible en un cine comercial sin calidad, máxima violencia, pésimos actores), llevado al paroxismo con Sharknado.

Tal saga, de seis películas, iniciada por la cadena de televisión SyFy, en 2013, mediante aquella de tiburones que volaban sobre Los Ángeles tras ser levantados del mar por un tornado, desplazó el subgénero al terreno del desmadre absoluto, el sinsentido, el todo es posible. En cubano, al «bonche».

Nunca creí que alguien tomara en serio otra vez a estos peces después de Sharknado. Pero en cine todo es posible, e irrumpió ese sabroso ejercicio de terror llamado Infierno azul (Jaume Collet-Serra, 2016), excepción dentro de un subgénero que, para mayor pena, apelaría, además, a la hibridación del tiburón con otras criaturas; así como a su prehistoria fósil, megalodones mediante.

Justo un megalodón (con furia ecológica, esto es nuevo) ataca a una familia y a los trabajadores de cierta plataforma petrolera marina de México, en Demonio negro (Adrian Grunberg, 2023), estrenada en el espacio televisivo La película del sábado.

Copia sin alma de Megalodón (Jon Turteltaud, 2018), en la cual sucedía algo parecido a la vera de un submarino hundido en el Océano Pacífico, Demonio negro es mucho peor que aquella. Y, sí,  más mala que Sharknado. Lo es porque, al menos la saga de los escualos voladores se instituía desde la plena autoconciencia de su carácter lúdico, mientras que Grunberg construye un largometraje sin una pizca de ironía, pedantemente serio; no obstante tratar con una ridícula base de guion, interpretativa e incluso digital.

El poco presupuesto a mano convierte al tiburón en casi invisible dentro de un filme que, por otro lado, es xenófobo hacia México y su gente: postura ideológica similar de Grunberg en Rambo 5 (2019).

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