Madre e hijo: Lazos invisibles que también explica la ciencia
No pocas personas han sido testigos de esa singular conexión existente entre madre e hijo que hace que ella perciba que él la necesita, aun cuando no medie ningún aviso, e incluso, estando uno de otro separados por muchos kilómetros.
También muchas madres e hijos han vivido la «rara» coincidencia de que uno de los dos esté pensando en el otro, deseando verlo o hablarle, y un minuto después suene el teléfono trayendo esa voz querida que se deseaba escuchar.
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Esa fortísima conexión entre madre e hijo, permanente y activa en cualquier circunstancia, no es asunto de magia, y mucho menos, inexplicable.
Además de sustentarse en un amor que no tiene equivalentes, también ha quedado demostrada por razones científicas.
El microquimerismo y otros «sortilegios»
Durante el embarazo tiene su origen una profunda conexión entre la madre y el hijo, en la que se comparten emociones, sentimientos, y también células y sangre. Ese intercambio celular se conoce como microquimerismo fetal, y sus implicaciones son muchas y diversas.
Dicho fenómeno consiste en la presencia de células fetales en el organismo materno, y viceversa, que tienen un origen genético distinto al del individuo que las alberga. Estas células proceden de la sangre del feto y la placenta, pueden atravesar la barrera placentaria y llegar a la circulación sanguínea de la madre o del bebé.
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El microquimerismo fetal se produce a partir de la cuarta semana de gestación, y hasta ahora se estima que ocurre en todos los embarazos.
Lo más singular de tal intercambio es que esas células pueden permanecer en el cuerpo de la madre o del hijo durante años o incluso décadas después del parto, y han sido encontradas en órganos como el corazón, hígado, riñón o el cerebro.
Para la madre, el microquimerismo fetal desempeña un papel importante en su adaptación inmunológica al embarazo, ya que evita el rechazo del feto como un cuerpo extraño.
Además, esas células fetales que pasan al cuerpo de la gestante tienen un gran poder de regeneración, ya que son células madre pluripotentes, capaces de transformarse en cualquier tipo de célula, según las necesidades del organismo materno.
También los futuros bebés se benefician con ese intercambio, pues las células maternas que pasan al feto pueden contribuir a su desarrollo y maduración, así como repararle tejidos dañados o defectuosos.
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Ese microquimerismo es una evidencia más de la profunda conexión que se da entre una madre y su hijo desde el momento de la concepción. A través de dicho intercambio celular, ambos comparten una parte de su identidad genética y establecen ese vínculo invisible que perdura por toda la vida.
La placenta, que conecta y nutre al feto, posibilita este intercambio; y aunque la mayoría de las células fetales que pasan al cuerpo materno son eliminadas por el sistema inmunitario, algunas logran sobrevivir y alojarse en diferentes tejidos y órganos, como el cerebro, el corazón, el hígado o la médula ósea.
Amando desde antes de conocerse
A finales del siglo XIX fue cuando el científico alemán Georg Schmorl descubrió que durante el embarazo, algunas de las células del feto atraviesan la placenta y llegan al torrente sanguíneo de la madre, donde pueden permanecer por el resto de su vida.
Para la década de 1990, los científicos profundizaron en el fenómeno y encontraron nuevas pistas sobre lo que se dio en llamar microquimerismo fetal. Más recientemente, un equipo de patólogos, en el Centro Médico de la Universidad de Leiden, en los Países Bajos, recogió muestras de tejido de 26 madres de bebés varones fallecidos durante o justo después del embarazo, y encontró células masculinas en esos cuerpos femeninos.
Solo eran una por cada 1 000 células, pero estaban presentes en cerebro, corazón, riñón y otros.
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Posteriores estudios han comprobado que las células del feto que pasan a la gestante pueden ayudar a reparar órganos dañados o enfermos de la madre, como el corazón, el hígado o el cerebro. Se han observado casos de mujeres con cardiopatías que mejoraron su función cardíaca gracias a las células fetales que se integraron en su tejido cardíaco.
Asimismo, se ha sugerido que las células fetales podrían prevenir o combatir enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer, al estimular la neurogénesis y la plasticidad cerebral, y recientes indagaciones apuntan a que dichas células podrían ayudar a detener el avance de células cancerosas, al activar el sistema inmunitario de la madre para reconocer y eliminar las células tumorales.
Sin embargo, el microquimerismo fetal no siempre es beneficioso para la salud de la madre o del hijo. En algunos casos, las células fetales o maternas pueden provocar una reacción inmunológica adversa, al ser reconocidas como extrañas por el organismo receptor, lo cual puede desencadenar enfermedades autoinmunes, inflamatorias o alérgicas.
Imagen: dibujo El feto en el útero, de Leonardo da Vinci, realizado entre 1510-1513.
No obstante, aún continúa siendo un fenómeno, además de complejo, poco conocido —se requieren investigaciones que continúen analizando sus mecanismos, funciones y consecuencias a largo plazo— que plantea interrogantes sobre la naturaleza de la relación madre-hijo desde una perspectiva biológica, psicológica y social.
Otras razones para la intuición maternal
Esa capacidad de las madres de percibir y responder a las necesidades y emociones de sus hijos tiene bases biológicas y también psicológicas que se desarrollan durante el embarazo y el posparto.
Los cambios hormonales que afectan al cerebro de la madre durante el embarazo aumentan su sensibilidad y atención hacia el feto, propiciando un vínculo prenatal que se fortalece al percibir los movimientos intrauterinos del nonato.
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Luego del nacimiento, la lactancia materna libera oxitocina, una hormona que favorece el apego y empatía entre madre e hijo, al estimular la actividad de las regiones cerebrales relacionadas con el procesamiento de las señales sociales, como las expresiones faciales, los gestos y el llanto del bebé.
Es así que la nueva mamá se vuelve más receptiva y atenta a las señales de su hijo, incluso anticipándose a sus necesidades.
Además de los factores biológicos, la intuición maternal también parte de un aprendizaje y experiencia previa considerando que la intuición, desde el punto de vista psicológico, puede considerarse como el resultado de un conocimiento implícito que se forma por la repetición de patrones y situaciones similares.
La madre va almacenando en su memoria información sobre el comportamiento y las reacciones de su hijo, lo cual le posibilita reconocer rápidamente los indicios de lo que le ocurre o necesita. La intuición también se nutre de las creencias, los valores y las expectativas de la madre, que influyen en su forma de interpretar y actuar.
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Vista así, la intuición maternal no es un misterio ni magia, sino una habilidad construida a partir de la interacción entre la biología y la psicología de la madre y su hijo; es una forma de conocimiento gobernado por una red neuronal preconsciente que le permite a ella sintonizar con su hijo y ofrecerle el cuidado y el afecto que necesita.
De hecho, Julie Gore y Eugene Sadler-Smith, de la Universidad de Surrey, Reino Unido, describen cuatro tipos principales de intuición: intuiciones de resolución de problemas, intuiciones sociales, intuiciones morales e intuiciones creativas, y todas, de una u otra forma, tienen cabida en el vínculo madre-hijo.
Ocurre cuando es un bebé y también cuando ya es un adulto. Aunque, a medida que los calendarios se deshojan y esa madre se convierte en anciana, es su hijo o hija quien se vuelve su cuidador, y entonces le toca a él o a ella mantener más activas que nunca esas antenitas del cariño.
Pero hoy en particular, no hace falta demasiada intuición para saber que esta Isla vibrará con tantos besos, abrazos y mensajes de amor por el Día de las Madres.