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Contra Cuba… ¡ni en la pelota!

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Existe la ingenua –y a veces malintencionada– idea de que la Patria es un concepto más allá de lo político. Suerte de razonamiento metafísico, hay quien plantea que sentirse o saberse cubano no tiene nada que ver con credo ideológico alguno, sino que parte de una cándida «identidad cultural», de una pertenencia a una comunidad humana, a un espacio geográfico con determinadas regularidades características.

Sin embargo, la forja de Cuba como proyecto nacional se dio al calor del debate de ideas en torno a cómo organizar la sociedad en la Isla, a quién o quiénes eran los enemigos de ese proyecto y de cómo ese todavía hipotético Estado-nación tendría que responder a unos u otros criterios económicos, sociopolíticos, culturales…

Lo que hoy entendemos por Cuba no existiría si hubiesen triunfado las ideas anexionistas, si el reformismo o el autonomismo hubieran alcanzado sus metas, si la lucha independentista nunca hubiera cuajado.

La nación, como comunidad histórica, y la nacionalidad, como vínculo consciente y emocional con respecto a esa comunidad, existen en la medida en que la política, la lucha de intereses contrapuestos y antagónicos, ha moldeado los destinos del pueblo. Sentirse cubano es un posicionamiento político de la misma manera en que abjurar de esa condición es una declaración de principios.

Por supuesto, eso no implica que ser cubano determine una homogeneidad. Hay muchas formas de entender y asumir el nacionalismo, formas incluso que pueden estar diametralmente opuestas a lo mejor de la tradición patriótica cubana; formas que discuten unas con otras y que van construyendo un consenso «líquido», inestable, que trasmuta con el decurso de épocas, clases y generaciones.

La Revolución en Cuba es, ante todo, un proyecto nacional, basado en dos valores imprescindibles: la justicia y la libertad. En la etapa decimonónica de ese proceso revolucionario único, pero no uniforme, esos dos valores se tradujeron en la abolición de la esclavitud y la independencia. Para mitad del siglo XX, lo que se buscaba era la justicia social –en el sentido de la erradicación de la desigualdad y la explotación– y la soberanía popular, esa forma de libertad que partía del ejercicio del poder por parte del soberano históricamente oprimido, ese pueblo que debía capitanear su suerte sin injerencias extranjeras ni politiquerías domésticas.

En ese empeño, la Revolución halló en el socialismo y en las ideas marxistas una herramienta para concretar ese proyecto nacional de justicia social y soberanía popular, guardando intacto el núcleo del pensamiento martiano. Por supuesto, hubo –hay– cubanos que se oponen a esas herramientas, que no comprenden o no comparten el criterio de su utilidad, de su eficacia. Eso no los hace menos cubanos, sino que transparenta su visión alterna de la nacionalidad, de la Cuba que debe ser.

No obstante, a estas alturas del siglo XXI, sí podemos hablar de ciertos consensos mínimos en torno a lo que es Cuba y a lo que nos une como cubanos, más allá de las discrepancias tácticas o formas divergentes de asumir e intentar cambiar la realidad. Esos consensos mínimos son también una expresión política, aunque se quiera desconocer, y como casi todo en política, hallan su mejor exposición en la unidad y lucha de contrarios.

Por eso, cuando un grupo de «patriotas» acudieron a un estadio a abuchear a los peloteros de su propio equipo vistiendo la camiseta de los contrarios, el repudio fue mayoritario, tanto entre partidarios del socialismo como entre los que no comparten ese credo.

Hay un mínimo de decencia (no la decencia entendida como buenas maneras aristocráticas o burguesas, sino la decencia como imperativo ético) que se ha sedimentado como base inalienable de la nación cubana y de los que nos sentimos parte de ella.

Ese mínimo de no ir contra Cuba, de no apoyar a los que ahogan o acosan a Cuba, de no justificar por conveniencia aquello que hostiga al pueblo cubano o trata de borrar sus tradiciones, su historia, su identidad. Ese también es un posicionamiento político, un consenso básico para la nación heterogénea y en constante formación que somos; un posicionamiento que, decididamente, excluye a muchos que viven de Cuba y no para ella, que es también una forma de excluir a aquellos que, sencillamente, no valen la pena.

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