Clichés
No hay por qué renunciar a la aspiración de hallar producciones que conjuguen entretenimiento con ganancias intelectuales y nuevos horizontes espirituales–, difícilmente pasen inadvertidas fórmulas y códigos que por su reiteración sacan de paso a cualquiera
Por mucho que el telespectador se meta de cabeza en el vórtice de las tramas y sitúe como prioridad entretenerse, pasarla bien en el tiempo libre –aun cuando no hay por qué renunciar a la aspiración de hallar producciones que conjuguen entretenimiento con ganancias intelectuales y nuevos horizontes espirituales–, difícilmente pasen inadvertidas fórmulas y códigos que por su reiteración sacan de paso a cualquiera.
Del cine a la pequeña pantalla han emigrado acciones acuñadas como maneras únicas de mostrar rabia o impotencia: emprenderla a puñetazos contra paredes y puertas, tirar de manteles para arruinar vajillas y banquetes, arrojar sillas, jarrones u otro objeto al alcance de la mano. Y no es asunto que competa solo a personajes masculinos; en la telenovela turca de turno, una fina dama hizo trizas la habitación dispuesta para el vástago que no podía concebir.
A algunos guionistas les falla la imaginación al basar los enredos en la escucha detrás de puertas. De seguro el telespectador ha asistido más de una vez, dentro de una misma telenovela, a revelaciones insospechadas –aunque previsibles– por parte de personajes que confiesan culpas o situaciones que llegan al oído de un tercero apostado –voluntariamente o no– en las sombras.
Detengámonos en las cortinas, imágenes que separan una y otra acción en la narración. En la factoría Globo constituye un lugar común apelar al paisaje urbano carioca cuando las telenovelas tienen lugar en ese entorno. Tomas aéreas de Río de Janeiro –Copacabana, Ipanema, el Pan de Azúcar y el Cristo del Corcovado– insertadas hasta el cansancio, sin el menor peso en la progresión dramática. Más de una producción cubana se ha contaminado con el abuso de postales del Malecón, el Vedado y la bahía habanera.
No es privar a una ciudad de un justificado protagonismo. Un buen ejemplo se tiene en Manhattan (1979), de Woody Allen, repasada hace apenas unos días en la serie sobre el artista estadounidense que Multivisión está transmitiendo con frecuencia semanal. Entre los realizadores cubanos, al menos dos se salen del tópico: Magda González Grau (Calendario) y Rudy Mora (Primer Grado) no han caído en la trampa retórica aludida.
Ya que hablamos de retórica en el uso de clichés, vayamos de nuevo al culebrón turco que mantiene en vilo a un sector de la audiencia doméstica, Una parte de mí. Saque cuenta de las tomas en primer plano antes y después de las acciones; los rostros congelados, artificialmente sometidos a expresiones maniqueas, en medio de una banda sonora enfática y monotemática. ¿Voluntad de estilo o pobreza narrativa? Me inclino por lo segundo. El poeta chileno Vicente Huidobro decía que el adjetivo, cuando no da vida, mata. Lo mismo sucede con los clichés.