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País que vive

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Al mirar el calendario que se marcha, hemos de hacer silencio para admirar lo fuerte que hemos sido, para sacar de entre las pesadumbres, las luces

No todos los silencios son iguales. El de aquella mañana casi podía amasarse con las manos, de tan denso. Y cuando se rompía, el sentimiento era de esperanza y, a la vez, de temor.

En el edificio administrativo de la Base de Supertanqueros, ese día de agosto de 2022, por un costado se podía ver el mar de la bahía de Matanzas, de un azul claro y sereno; y del otro, la columna de humo, amenazadora, tremebunda.

En medio de esa ambivalencia, lo que rompía el silencio era el zumbido de los helicópteros, que cargaban el agua transparente y se iban al otro lado, a meterse entre las lengüetas de fuego, para lanzar su estela determinante y, no obstante, mínima a la distancia.

Cuando se escuchaba el ruido de las hélices, si se sacaba el brazo por una de las ventanas de aquellos pasillos entre oficinas desiertas, las gotas de agua atornasoladas que chorreaban de la lona, caían sobre las manos.

«¡Qué bonito»!, daban ganas de decir, con el rastro de inocencia que se preserva incólume en medio de las tragedias, y sí, había mucho de hermoso en ese instante, tal vez porque se presentía que restaban apenas horas para ganarle al fuego, pero también por la suerte del corazón enorme de esos pilotos, y la de los bomberos que a unos pocos metros de allí se batían con persistencia sobrehumana.

La belleza anduvo de la mano de quienes se pusieron al servicio de Cuba, y que aún llevan las marcas en su cuerpo; los que estuvieron directa o indirectamente; los de fuera, que brindaron sus manos o sus recursos, y en quienes llevaron la responsabilidad de conducir esa lucha, poniendo contra la adversidad, hidalguía.

Después vendrían otras pruebas, como las honras fúnebres a los caídos en el incendio, una tarde en que llovió sobre Matanzas mientras se acompañaba a las familias, y nació un arcoíris; una tarde triste en que muchos asumieron el pacto de no olvidar jamás aquellos rostros.

El dolor colectivo había pasado este año también por el Saratoga, herida abierta en el centro de La Habana, y luego estuvo el huracán Ian haciendo de Pinar del Río uno más de esos «golpes en la vida, tan fuertes».

Hay que hablar de otras rudezas del año que se acaba, porque el bloqueo no es una entelequia; ahí está la madre que ha visto retrasarse el trasplante de su hijo, porque no llegan los insumos necesarios, y el padre que sueña una prótesis más cómoda para su hijita que ha vencido el cáncer.

No es que nos persiga el «odio de Dios», es que el subdesarrollo agravado por la persecución de una potencia enemiga tiene consecuencias estructurales, desgastantes, que complejizan enfrentar accidentes y disminuir vulnerabilidades; en medio, además, de una pandemia y la crisis económica subsiguiente, y con el imperativo moral de poner, ante todo, la vida humana.

Sin embargo, si la Patria se ha sostenido, si se sostiene, es por la justeza de su causa y la grandeza de su gente, forjada en la calidez, hecha a darse, y a persistir cuando la tientan con la comodidad del yugo.

Cuentan las fotos que en medio del suelo renegrido de la Base de Supertanqueros, las hojas verdes fueron tan fuertes como para romper la superficie y salir a buscar el sol. Eso quiere Cuba, andar de cara al sol, con el rostro limpio.

Al mirar el calendario que se marcha, hemos de hacer silencio para admirar lo fuerte que hemos sido, para sacar de entre las pesadumbres, las luces. Es un silencio de orgullo también compartido. No todos los silencios son iguales. Este es uno feroz, de país que vive.

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