Saramago: un siglo y mucho más
José Saramago sabía contar el cuento. Tomaba una historia y la presentaba con singular donaire. El suyo era un dominio pleno de los resortes de la narración. José Saramago no se parece a nadie. Uno lee una página suya y nota enseguida la marca de autor. Un desenfado, una ironía finísima, una decidida vocación coloquial. Saramago ponía la gramática en función de un estilo, la adaptaba, jugaba con la sintaxis a su antojo. Pero siempre con una diafanidad y efectividad convincentes. Fiesta de la imaginación.
Las metáforas de Saramago siempre fueron poderosas. Parábolas extraordinarias, hecatombes presentadas con pasmosa naturalidad. Una pandemia universal de ceguera. Un país donde nadie muere. Y al final se trata de ensayos muy lúcidos sobre la condición humana. Es forzar los límites, buscar la quinta pata del gato para fijar los ámbitos de la ética, su rol en la construcción colectiva de la historia.
Y Saramago también revisa mitos y dogmas, con iconoclasta audacia, para resignificar el símbolo o al menos ofrecer otra perspectiva, un camino alternativo, otra vision.
Cien años cumple este miércoles el gran José Saramago, maestro indicutible de la lengua portuguesa, novelista universal. Los cumple, porque su obra inmensa le ha garantizado la permanencia más allá de la muerte. Miles de lectores en todo el mundo leen sus textos, muchos se inician cada día en ese ejercicio provechoso. Saramago se prodiga en sus libros, traducidos a muchos idiomas. Inquieta, divierte, provoca, seduce… Es uno de los imprescindibles. Es el eterno contemporáneo.