¿Realmente queremos salvar el planeta?
Ahora que en la ciudad de Sharm El Sheikh, en Egipto, se reúnen nuevamente representantes del mundo en la XXVII Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP27) para debatir el futuro de la Tierra y, por tanto, de la humanidad, me pregunto si de verdad estamos dando pasos para garantizar que, al menos por nuestra causa, el planeta ralentice su proceso de extinción.
A veces confirmo que tenemos miopía y alzheimer selectivos porque, si bien es cierto que cambiar los hábitos es muy complejo, creo que muchas veces desconocemos a propósito lo que sucederá si actuamos con tanta tibieza, como hasta ahora. Quizás pensamos que la catástrofe medioambiental no nos alcanzará, que no es para tanto, y olvidamos que se trata de un problema real, que este pequeño espacio en el universo tiene ya más de 4 500 millones de años, es un anciano que adolece y desde hace bastante tiempo merece atención privilegiada.
Más pudiéramos hacer desde lo individual y, sobre todo, mucho poder tienen tantas organizaciones y personajes influyentes, con nombre y economía, para impulsar medidas que se salgan de lo local en beneficio de todos. Sin embargo, lo que impera es la morosidad y el egoísmo. Abundan los llamados a actuar, y los planes a largo plazo, pero no se implementan completamente, se evaden responsabilidades y los proyectos pasan de un año a otro, de un evento a otro, como simple promesa, muy parecido el concepto de utopía de Galeano que sirve para caminar, pero que con cada paso se aleja, como el horizonte.
Demasiados países pobres no podrán jamás emplear recursos propios para, por ejemplo, disminuir el consumo de combustibles fósiles. ¿De dónde las naciones tercermundistas vamos a sacar sumas millonarias para cambiar el parque automotor? Nosotros mismos, Cuba, en este minuto, no tenemos fondos para migrar de los vehículos de combustión a los eléctricos, y tampoco tenemos sistema electroenergético que aguante tal demanda, aunque las energías alternativas, como la eólica y la solar, sí me parecen viables en este archipiélago bendecido por el sol y el mar.
Tampoco, de manera general, tenemos educación para aportar desde nuestras casas un granito de arena a la salud ambiental, y por eso nuestros ríos y costas no son cristalinos, como tampoco están impolutas nuestras calles y espacios verdes más transitados, y muchas más son las muestras de lo poco que hacemos para colaborar en que no se acelere el caos, en frenar la desertificación, la contaminación, los incendios y la reducción de zonas boscosas, entre otros.
Entonces, ¿qué podemos hacer? La ruta está trazada, y cada gobierno diseñó políticas públicas y agendas específicas amigables con la naturaleza. En la COP26, de 2021, en Glasgow, Escocia, el acuerdo fue convertir esta década en un período de acción y apoyo al clima. El compromiso general fue trabajar de conjunto para reducir el calentamiento global a 1,5 grados Celsius, además de disminuir considerablemente las emisiones de gases de efecto invernadero, proteger los bosques y cooperar con financiación a las naciones vulnerables, pero en la práctica no se logró el convenio de transferir 100 mil millones de dólares anuales a los países menos avanzados, y ahora en la COP27 se critica duramente la inacción y el no cumplimiento de lo pactado.
Pensando en la máxima «querer es poder», ¿realmente podemos salvar al planeta? ¿Queremos? Las necesidades están pautadas desde hace rato: mucha más voluntad y mayor capacidad de convocatoria, generar conciencia, acabar con la inercia y fomentar actitudes resilientes porque el mundo, como lo conocemos, dejará de existir para todos por igual, tanto para el pobre en Haití y el acaudalado en Malibú.