Tres años sin el Maestro
Este 25 de febrero, hace tres años fue sepultado en la necrópolis de Caibarién el ilustre músico caibarienense Marcos Antonio Urbay Serafín, el Maestro. El trompetista y director de la Banda Municipal de Conciertos que se atrevía con la fuerza sinfónica de grandes como Ãgor Stravinski, Erich Kleiber, Heitor Villa-Lobos o Amadeo Roldán, y que tuvo como mejor mentor a su padre, Roberto Urbay Carrillo.
Marcos Antonio Urbay Serafín más que un ser humano era una eufonía. Un sonido lánguido arrebatado, a la vez, preñado al esplendor de su trompeta y su batuta. Así, aunque uno sepa que está muerto, es el único músico que hoy en su terruño: Caibarién y en toda Cuba, se oye vivo.
Estos días lo he escuchado «o mejor dicho, lo volví a escuchar- hurgando en la memoria del pasado en la villa de sus orígenes-, y asistí a la vitalidad musical de los ochenta con los grandes homenajes a su padre -maestro como él-, que devenían los conciertos Roberto Urbay Carrillo In Memoriam.
En Caibarién, cualquier parroquiano sabe de las cosas que hacia Marcos con su trompeta y del guía certero que era cuando levantaba la batuta en la glorieta del parque ante un tándem de músicos excelsos de la banda centenaria de la ciudad, que durante 25 años dirigió su padre (1945 y 1970). La había fundado José Pilar Montalbán Raimundo, en 1904. Saben de todo eso como saben también de historias marineras.
Marcos era ese genio de músico que interpretaba el metal desde un pentagrama que solo operaba en su cerebro. A los testigos de la última generación que estuvieron escuchándolo hasta poco antes de morirse el domingo último, les habrá sucedido lo mismo que me ocurría a mí cuando me extasiaba en los ensayos de la banda viendo la maestría con que guiaba el ritmo coordinado de su banda.
Por eso, Marcos Urbay no es un hombre que ha muerto; es el sonido glorioso de su trompeta sobre un terciopelo negro y azabache que le llevará a donde solo van los grandes: la eternidad.
Recuerdo en los ochenta cuando Marcos era ya un músico consagrado en la capital y se bajaba de sus viajes espontáneos desde La Habana. Venía a Caibarién lleno de felicidad a dirigir los ensayos de la banda de su pueblo que afinaba los repertorios que consumían después entre el parque y los teatros. Los portales de la Academia de Piano, en María Escobar y Falero, se abarrotaban de gente que querían ver a Marcos levantar la batuta. Mientras unos aplaudían desde las ventanas ancestrales, otros saludaban al trompetista.
Allí, en la casa colonial que daba asiento a la academia, se reunían en torno al maestro, figuras que se emprendían y otras ya consumadas. Pocas veces faltaban en aquellas noches que antecedían a los conciertos de los grandes homenajes a Carrillo, Roberto Urbay Jr, el hijo de Marcos que salió pianista; su hermano José Ramón (Chemón), consagrado director o el ya célebre guitarrista Flores Chaviano. Todos, músicos de cuna que pertenecen a la identidad de un tiempo, como lo fueron también Manolito Porrúa, H. Manrresa, Alberto, Emilito, Julio «El Polaco», Morrocollo y otros que partieron jóvenes como Dana, gran trompeta, Julio Martínez (Chuchú), el habanero Hilario López Díaz, Miguelito o «El Chino» Roldán… Todos, sin excepción, van impresos en la página de protagonistas que amaron al terruño y al oficio como a la vida que tuvieron porque nunca abandonaron sus almas de nobles artífices de la música y del tiempo en que vivieron.
Batuta versátil
Su larga vida le permitió conocer gran variedad de corrientes musicales. Su batuta era versátil porque era capaz de asumir la profundidad de los grandes autores de la música clásica y la ópera. Como todo grande músico, lo mismo se aplicaba con un Mozart que un Beethoven o con el vuelo ligero de Rossini. Pero todo lo conseguía después de una rigurosa inmersión en las partituras. Por eso decía al principio que la partitura estaba en su cerebro.
Entregado en cuerpo y alma a la música, sufrió con sus ansias por formar una banda infantil en su pueblo hasta que después de mucho tiempo, lo consiguió en 2010 y consumó una vieja encomienda de su padre antes de morir en 1979.
En el crepúsculo de su vida recibió un gesto de gratitud hacia su obra legendaria cuando le entregaron el Premio Nacional de la Música 2018 que apenas disfrutó porque dos meses después, Marcos murió sin abandonar nunca el impulso de los pentagramas que le marcó toda una vida.
El Maestro dijo adiós a los 90 años, el último domingo de febrero, en su natal Caibarién, siete días después de haber sufrido un irreversible infarto cerebral. Hasta que cerró sus ojos no abandonó la voluntad por seguir viviendo.
Marcos Urbay es el sonido glorioso de su trompeta sobre un terciopelo negro y azabache que lo tendrá donde solo van los grandes: la eternidad.
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Fuente: Versionado de textos publicados por el periodista Jesús Díaz Loyola
Imágenes de archivos CMHS