Carmelina, la migrante digital
Carmelina comenta alarmada al nieto mientras aguardan en una cola para comprar en la farmacia:
-«¡Qué pena, tan jovencito y mira como se fundió!
-¿?
-«¡Que está hablando solo mi»jo, anda perdido!
-No abuela, está hablando por teléfono.
Esta cubana de 72 años no ha sido la única en equivocarse al ver a personas que aparentemente hablan solas mientras caminan o esperan.
El salto tecnológico ha sido grande y atropellado, sobre todo para los nacidos en la llamada era analógica, cuando teléfonos celulares, tabletas, Internet, realidad virtual y otros avances todavía eran vistos como ciencia ficción.
Pero a la abuela Carmelina los años no le han opacado la chispa y cuando regresaron a la casa, luego de rebuscar un rato, llamó al nieto y le entregó solemnemente un artefacto:
-Mi amor, hace días que estoy por escuchar a Los Beatles, ponme ahí «Let it be».
El joven contempló el objeto colocado en su mano como si allí agitara su cola un escorpión o como si un minúsculo ET emitiera señales ininteligibles entre las líneas de la vida y del destino dibujadas en su palma.
Nunca había interactuado con una grabadora de cassette.
Tampoco el muchacho conocía los alfileres de criandera (para sujetar culeros), ni los teléfonos de disco, ni imaginaba cómo encender un televisor si no era con un mando a distancia, y mucho menos mejorar la recepción reorientando una bandeja metálica de comedor o un perchero a manera de antena.
Nunca en su vida había escrito una carta, la había guardado en un sobre, puesto un sello y echado en un buzón. Tampoco había recibido una así y mucho menos un telegrama.
Son muchas las definiciones y etiquetas que hoy se usan para identificar a las generaciones a partir de su interacción con las tecnologías: desde la llamada generación silenciosa «aquella nacida aproximadamente entre 1925 y 1945- hasta los Millenials, la Generación Z y la Alpha, nativos digitales.
Pero no son muy importantes las etiquetas. Cada generación vivió la época que le tocó y la disfrutó a su manera, sin ser mejor o peor que la anterior o la siguiente.
Sin embargo, los expertos sí han anotado un tanto en contra de quienes ahora alientan junto a las pantallas una buena parte de cada jornada: los «nativos digitales» son los primeros niños que tienen un coeficiente intelectual más bajo que sus padres.
Es una tendencia que se ha documentado en Noruega, Dinamarca, Finlandia, Países Bajos, Francia y otros países, y que el neurocientífico Michel Desmurget, director de investigación en el Instituto Nacional de la Salud de Francia, argumenta ampliamente.
Asegura el doctor Desmurget que los dispositivos digitales están afectando gravemente el desarrollo neuronal de niños y jóvenes. «El tiempo que se pasa ante una pantalla por motivos recreativos retrasa la maduración anatómica y funcional del cerebro», sentencia.
Claro, es imposible generalizar porque existen muchas condicionantes y mediaciones. A la vez, vale destacar que los nativos digitales cuentan con importantes habilidades visoespaciales así como para transitar rápida y eficazmente de una tarea a otra «lo que algunos llaman multitarea-, para interactuar en redes, y casi de manera innata se relacionan con las nuevas tecnologías de manera fluida, como una parte consustancial a sus vidas y a la contemporaneidad.
La abuela Carmelina lo tiene claro, pero no se acompleja. Cada vez que se atora frente a la laptop, pide ayuda y finalmente se sale con la suya.
De todas formas, cuando quiere conservar un número telefónico u otro dato realmente importante para ella lo anota en un papelito y luego lo pasa a una libreta.
Aquellos que desde su nacimiento andan familiarizados con el mundo digital, podrán mostrar a sus futuros hijos y nietos fotos y videos hasta de su propia llegada al mundo, o, al menos, de sus primeros instantes. Prácticamente toda su existencia ha quedado documentada por innumerables fotos y selfis, que ayudarán a los recuerdos y la memoria.
No es el caso de Carmelina, quien conserva fotos impresas, en blanco y negro, y a veces contempla largamente cuando cree que nadie la está mirando. Las guarda en una cajita junto a un par de cartas, que le hacen sentir una privilegiada, con ese callado orgullo que deben sentir los cocuyos por sus barriguitas de luz.
«Porque no hay como leer de puño y letra de alguien querido esas palabras que te mueven el alma. Allá tú que te lo perdiste, que nunca jugaste a los escondi»os ni diste un beso en el cine mientras Julio Iglesias cantaba en la pantalla aquello de la vida sigue igual.
«Yo sé que no sigue igual, pero bueno»¦lo baila»o no hay quien me lo quite», le suelta Carmelina al nieto y sigue escogiendo el arroz.