El premio Nobel que nunca fue
El 3 de diciembre de 1833 nació la figura más encumbrada del movimiento científico cubano, Carlos Juan Finlay Barrés, descubridor del agente transmisor de la fiebre amarilla y reconocido por la UNESCO como uno de los seis grandes microbiólogos de todos los tiempos
Algunos lo tildaron de loco; otros lo apodaron despectivamente como «El médico de los Mosquitos», aunque este hombre de ojos claros, moderado actuar y excelente vestir nunca claudicó en su empeño, a pesar de no ser aceptadas sus consideraciones en la Conferencia Internacional celebrada en Washington en febrero de 1881. Sus colegas no entendían una verdad que rompía con teorías hasta ese momento insuperables.
El silencio aparecía entre aquellos que oían al «cubanito» hablar sobre la presencia de un agente externo, el mosquito Aedes aegypti hembra, transmisor de la fiebre amarilla.
Pero irónicamente, tras infructuosos esfuerzos por erradicar el mal, estos mismos galenos se acercaron al científico cubano para conocer sus planteamientos sobre la enfermedad que tantas vidas cobraba a la isla a fines del Siglo XIX y principios del XX.
Así, en 1890 se reúne con algunos miembros de la Cuarta Comisión del Ejército Norteamericano en Cuba. Finlay, como excelente profesional al servicio del bienestar del hombre, les facilitó sin reparos pruebas fehacientes como documentos, experiencias científicas y huevos de mosquitos para que comprobaran la investigación realizada por él.
Inmediatamente, los médicos llegados a Cuba empezaron a ver los resultados de estos esfuerzos y adoptaron las medidas propuestas por Finlay: matar larvas en cuanta agua estancada hubiera.
Dicen entonces que por aquellos siglos el olor a petróleo, empleado para desterrar a tan indeseable vector, era usual en toda La Habana.
Ya para 1909 estaba erradicada la enfermedad. Las recomendaciones del sabio cubano permitieron sanear no solo a Cuba sino también salvar vidas humanas en países como Brasil, Panamá y el sur de los propios Estados Unidos, entre otras regiones.
Es bien sabido que el reconocimiento de su teoría se vio escamoteado por el doctor norteamericano Walter Reed, quien pretendió adjudicarse las investigaciones.
Por ello, el eminente científico cubano, a pesar de ser propuesto siete veces para el Premio Nobel, nunca llegó a recibirlo. En todas las ocasiones, norteamericanos a favor de Walter Reed, como autor del trascendental hallazgo científico, frustraron las ansias de reconocidas personalidades de la ciencia cubana y mundial que estaban conscientes de la justicia que se haría otorgándole el «Nobel» a Finlay.
En el año 1904, al conocer Finlay sobre las gestiones de Ross, con su modestia característica y vocación social, respondió:
«Lo siento por Cuba; hubiera sido la primera vez que hubiera venido a nuestro país este lauro internacional, dándome la oportunidad de probar mi cariño de hijo que ama a su patria. En cuanto a mí, he sido más que bien recompensado con unos padres que lograron darme una profesión con que demostrar mi amor por los demás, con una ejemplar esposa y buenos hijos, y con una relativa buena salud, con la que he alcanzado una edad que me permite reconocer mis grandes errores».
Sin dudas, el Premio Nobel hubiera representado un justo reconocimiento al genial médico cubano. No obstante, el mayor triunfo de Carlos J. Finlay estará siempre en la impronta imborrable que ha dejado su obra al servicio de la humanidad.
En justo homenaje, la UNESCO entrega un Premio Internacional que lleva su nombre para reconocer avances en la Microbiología y cada día de su onomástico, el 3 de diciembre, se celebra el Día de la Medicina Latinoamericana y del Médico en Cuba.
Pero nos queda el amargo sabor de un premio que pudo ser y nunca fue por obra de quienes quisieron robar la inteligencia de un cubano que solo vivió para sus iguales, de un cubano que se consagró a la ciencia sin espíritu presuntuoso, con la sencillez que lo distinguió siempre.
Imagen tomada de Radio Sagua